Miguel Marte
Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre, que se acercó al anciano y se presentó ante él. Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin. (Daniel 7, 13-14)
Otro fragmento del libro de Daniel. Ya decíamos la semana pasada que por encima del género profético, en él predomina el apocalíptico. El texto de hoy lo pone en evidencia. En efecto, la segunda parte de ese libro (cap. 7-12) está compuesta por una serie de visiones apocalípticas descritas en primera persona por el mismo Daniel. “Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir…”, así comienza nuestro texto. Habla de una visión tenida por él mismo. La primera de cuatro, y que abarca todo el capítulo 7. En él se habla de cuatro bestias y el hijo del hombre.
Las cuatro bestias representan bestiales imperios humanos que se suceden, dejando a su paso ríos de sangre: Babilonia, Persia, Grecia y los Tolomeos seguidos de los Seléucidas. Todos ellos buscaron el absolutismo, la auto divinización y la exaltación del propio poder sobre los pueblos que conquistaban. En la década 170-160 a.C. Antíoco IV Epífanes declara la guerra a muerte a los judíos. La historia nos la cuentan los libros de los Macabeos y es el trasfondo de la obra de Daniel. Antíoco prohíbe, bajo pena de muerte, la práctica de la religión judía en todas sus expresiones, hace destruir las copias del libro sagrado y manda a profanar el templo. A eso se refiere Daniel cuando dice: “han llegado tiempos difíciles” (Dn 9,25).
La persecución desatada por Antíoco provocó diversas reacciones entre los judíos. Unos, los Macabeos-asmoneos, optaron por la rebelión armada. Enfrentaron al tirano con el nombre de Yahvé en los labios y la espada en las manos. Luego de duros enfrentamientos este grupo logró formar un gobierno independiente que vino a llamarse “dinastía de los asmoneos”, duraría hasta la llegada de los romanos en el año 63 a.C. De ellos se desprenderán posteriormente los llamados celotas, quienes albergaban la esperanza de un mesías guerrero. Se preguntaban por la posibilidad de que Dios quiera restablecer la dinastía de David por medio de las armas y la violencia.
Otro grupo, los asideos o “piadosos”, adoptaron la postura de una resistencia pasiva, centrada en el aspecto religioso: confiar su suerte solamente a Dios. En ellos podemos encontrar el origen de la mentalidad, literatura y movimiento apocalíptico, bajo el cual podemos situar el libro de Daniel. Será un género literario muy apreciado por judíos y primeros cristianos. Rasgos de la mentalidad apocalíptica podemos encontrar en los profetas Ezequiel, Zacarías e Isaías. Al igual que en los evangelios, especialmente el capítulo 13 de san Marcos, el cual ha venido a llamarse “Discurso apocalíptico” de Jesús. La apocalíptica es literatura de tiempos de crisis, de oposición y esperanza que busca responder a una pregunta crucial en momentos apremiantes: ¿Nuestro Dios es capaz de proteger y salvar a los que tratan de ser fieles en los conflictos y aprietos a causa de la fe? ¿Es un Dios fiable?
Volvamos a nuestro fragmento de hoy. Se trata de un sueño, “una visión nocturna” dice literalmente. Estamos ante el sueño del hombre de fe que espera una intervención divina que genere algún cambio en el mundo. Un personaje, a medio camino entre humano y divino, baja del cielo revestido con poder divino. Para él no habrá limitación geográfica (“todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán”) ni temporal (“su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin”). Pero ¿quién es esa figura que baja del cielo? Para algunos tal vez sea una figura angélica, para otros se trata de una figura mesiánica. Esta última comprensión ayudó a los autores del Nuevo Testamento a identificarlo con Jesucristo. Es significativo que la expresión “hijo del hombre” aparezca con cierta frecuencia en labios del mismo Jesús. En todo caso, encarna la intervención de Dios en un momento apremiante de la historia de su pueblo. El lenguaje apocalíptico permite que el hombre creyente plasme sus sueños de forma nada convencional.