LOS CUIDADOS DE UN PADRE MATERNA

Así dice el Señor:/ “Gritad de alegría por Jacob,/ regocijaos por el mejor de los pueblos:/ proclamad, alabad y decid:/ El Señor ha salvado a su pueblo,/ al resto de Israel./ Mirad que yo os traeré del país del norte,/ os congregaré de los confines de la tierra./ Entre ellos hay ciegos y cojos,/ preñadas y paridas:/ una gran multitud retorna./ Se marcharon llorando,/ los guiaré entre consuelos:/ los llevaré a torrentes de agua,/ por un camino llano en que no tropezarán. / Seré un padre para Israel,/ Efraín será mi primogénito.” (Jeremías 31, 7-9)

Toda promesa constituye una alegría anticipada porque su vestido es la esperanza. Dios cambiará la suerte de una nación sometida a una catástrofe inminente. El profeta Jeremías pasa de anunciar la calamidad a reavivar la esperanza del pueblo. En efecto, Jeremías no solo es profeta de quejas, amenazas y castigo, también lo es de consolación y esperanza. Nuestro texto de hoy forma parte precisamente de una sección de su libro que se suele llamar “Pequeño libro de la Consolación”. Para algunos este es el mensaje central del profeta. Su mensaje de esperanza y “nueva alianza” contrasta con la historia de devastación descrita hasta entonces. 

Este fragmento que la liturgia nos propone hoy como primera lectura, es un oráculo de consolación dirigido posiblemente al pueblo judío después de la caída de Jerusalén bajo el dominio de los babilonios en el 586. Forma parte de una unidad más amplia que abarca Jr 31, 1-14. En los primeros seis versículos aparece un canto a la fidelidad divina. En el desierto (otra manera de llamar al exilio) Dios no abandona a su pueblo. Se mantiene fiel, amoroso y cercano. Un futuro alternativo se acerca. Curación, restauración y renovación de la relación de Dios con su pueblo será la nota dominante.

La vuelta de los exiliados a casa servirá de constatación de que Dios ha cumplido su promesa. Alegría y regocijo será la manera como el pueblo responda a la fidelidad de Dios. Alabanza, liberación y alegría son los hilos que tejen este canto. Caigamos en la cuenta de cómo comienza el texto. Dios invita al regocijo: “gritad de alegría… regocijaos… proclamad… alabad…” ¿El motivo? La salvación operada por el mismo Dios, una acción que se prolonga en el tiempo. 

¿En qué consiste esa salvación? En el retorno de los deportados a su patria de origen, Judá. ¿Quiénes son los que tendrán la dicha de regresar? Los vulnerables, aquellos que con sus solas fuerzas serían incapaces de hacerlo: ciegos, cojos, preñadas, paridas… una gran multitud. El retorno exigirá poco esfuerzo porque el mismo Dios los llevará. También el camino será favorable: recto, con torrentes de agua, sin desviaciones ni peligros. El llanto del pasado es cambiado por el consuelo del presente. La promesa hecha a David de ser para él un padre, lo mismo que la hecha a Israel de ser su primogénito ahora se hacen realidad en el pueblo y en “Efraím”, nombre de una de las tribus centrales del antiguo Israel. Otra vez la fidelidad puesta en escena.

Y finalmente, la paternidad de Dios con su pueblo, que no implica un lenguaje sexista, sino expresión de afecto.  Como sabemos, en el Antiguo Testamento el Dios Padre aparece varias veces con rasgos maternales. Padre significa el único principio de generación. Decir que Dios es padre del pueblo, representado en Efraím, es lo mismo que decir que el origen del pueblo está en la voluntad de Dios, lo mismo se puede decir de la madre. El lenguaje humano es tan pobre para referirse al amor de Dios que debe tener en cuenta tanto la figura del padre como la de madre para hablar de que somos hijos de Dios. La generación del hijo se debe a la iniciativa divina que es a la vez padre y madre. En tal sentido podemos referirnos a Dios como un “padre maternal”.