Del sábado 21 de septiembre, en la Catedral Santiago Apóstol, El Mayor.
Primera parte
Queridos amigos,
el Papa Francisco, el pasado 29 de junio, entregando el Palio a los arzobispos, incluido el Nuestro de Santiago de los Caballeros, dijo:
“Hermanos y hermanas, hoy reciben el palio los arzobispos metropolitanos nombrados durante el último año. En comunión con Pedro y siguiendo el ejemplo de Cristo, puerta de las ovejas (cf. Jn 10, 7), están llamados a ser pastores diligentes que abran las puertas del Evangelio y que, con su ministerio, ayuden a construir una Iglesia y una sociedad de puertas abiertas”.
Hoy iniciamos esta liturgia con el rito simple y solemne de la imposición del Palio sobre los hombros de nuestro Arzobispo Mons.
Héctor Rafael, Palio que representa “la oveja perdida o también la oveja enferma y la oveja débil, las cuales el pastor pone sobre sus hombros y conduce a las aguas de la vida”. Un gesto para abrir la puerta al Evangelio, una puerta por la que yo también intento pasar. Un primer movimiento a través de esta puerta es sugerido por el texto evangélico de hoy en su expresión central “sígueme”. Podríamos pensar que un arzobispo es un hombre de fe que ya ha alcanzado su meta, pero no es así. También él, el Arzobispo Héctor Rafael, es y sigue siendo ante todo un discípulo. Un discípulo que debe seguir a Jesús, un paso detrás de él para acoger su misericordia que lo salva, y sólo entonces podrá hacer suyas las palabras del Maestro y repetirlas a quienes la providencia ha confiado a su cuidado pastoral. Sólo entonces podrá esperar que, como le sucedió a él, también otros hombres y mujeres se levanten – y el verbo utilizado por el evangelista es importante porque es el verbo de la resurrección – y decidan seguir a Jesús con él empezando a vivir una vida como hombres y mujeres resucitados que creen en el amor como fuente y destino de la existencia.
En consecuencia, la primera invocación también en esta Eucaristía es la invocación al Espíritu Santo para que asista a Mons. Héctor Rafael y dé savia en la oración de intercesión por su pueblo a su alto ministerio en el seguimiento de Jesús.
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Un segundo movimiento a través de esta puerta Jesús lo sugiere en otro pasaje del mismo Evangelio de Mateo que nos habla de otro tipo de Palio: el yugo que somos invitados a llevar sobre nuestros hombros (Mt 11,30).
Jesús habla de un yugo. Su “yugo suave” y su “carga ligera” (Mt 11,30) contrastan vivamente con las pesadas cargas que impone la vida. Aceptar el yugo de Cristo significa abrazar un nuevo estilo de vida, basado en las relaciones auténticas, el amor y el servicio a los demás, como Él mismo enseñó con su ejemplo de vida (Mt 11,29). El yugo se coloca sobre el animal también para utilizar su energía, para arar, tirar del carro, trabajar, para que su energía sea útil. Así, la ley es el yugo que se impone al hombre, para que su energía no sea destruida, sino útil, constructiva, el yugo de la ley. Jesús dice: “Yo tengo otro yugo, es mi yugo”. Por lo tanto, no el yugo que ustedes conocen de la ley, tomen mi yugo! Es el yugo de su mansedumbre y de su humildad; es el yugo de su amor; es el yugo del amor que Él tiene por nosotros. El yugo era una herramienta que unía a dos animales para compartir la carga del trabajo en los campos. Jesús reinterpreta esta metáfora rabínica en clave liberadora. Y así como el yugo también une a dos, tú llevas el mío, por lo tanto, somos dos en el mismo yugo. El yugo de Cristo es la cruz, donde Él se unió a cada uno de nosotros, con todas nuestras debilidades y fragilidades. Él cargó sobre sí el durísimo yugo de todo mal, de toda fatiga y de toda la ley. Podemos tomar su yugo, Él tira y nosotros somos arrastrados por ese yugo.
Este yugo, que es el yugo de Dios, es claramente el amor, es lo que une al Padre y al Hijo. El amor es dulce para quien ama, pero también es pesado si no es correspondido. De hecho, este amor, que también es la dulzura infinita de Dios, es también la muerte en la cruz, porque no es amado. Si tomamos el yugo de su amor, es decir, si nosotros también le amamos, entramos en la dulzura de la vida y del amor, salimos de la muerte. Aprendemos este yugo con Él, es decir, aprendemos a amar; somos hijos, somos amados. Y aquel que ama cumple toda la ley, la cumple con facilidad.
Hace años, en un determinado país, un reportero fotografió a una niña llevando sobre su espalda a su hermano menor. Él le preguntó a la niña: “¿No es pesado?”, a lo que la niña respondió: “No, ¡es mi hermano!”.
¿Qué respuesta darías tú a la persona que te preguntara si tu matrimonio es pesado, si tu padre o tu madre son pesados, si tu trabajo es pesado, si lidiar con tus luchas internas es pesado, si tu cruz es pesada?
¿Qué responderá el Mons. Héctor Rafael cuando le pregunten si es pesado conducir la Arquidiócesis de Santiago de los Caballeros?
Jesús nos dice que debemos aprender de Él y da dos atributos muy bellos. El primer atributo es la mansedumbre. La mansedumbre es la calidad que diríamos del perdedor. De hecho, en griego, la mansedumbre es la cualidad del Emperador Clemente, aquel que no sobrecarga la autoridad. Dios es manso, su autoridad no pesa, porque su autoridad es puro servicio. Esta es la mansedumbre de Dios.
El segundo atributo es la humildad; en griego es: ‘ταπινόσ’ de onde, San Francisco tira el ‘τ’ símbolo de sus hijos. La humildad no es muy valorada en la cultura antigua. La humildad, por el contrario, es la cualidad fundamental del amor, el amor es siempre humilde: considera al otro superior a ti mismo, hasta el punto de dar la vida por el otro. Sin humildad no hay amor, solo hay arrogancia. Y la sabiduría de Dios es mansa y humilde, es la sabiduría del amor.
El Palio sobre los hombros del arzobispo es como una invitación a vivir su compromiso pastoral con mansedumbre y humildad, es llamado a vestirlo exteriormente, para que se convierta en un hábito interior.
El Apóstol Pablo nos recuerda que solo hay dos tipos de personas en la faz de la tierra: los que se apoyan en la fuerza de la carne (la ilusión de la capacidad humana, cerrada en sus intereses egoístas) y los que se apoyan en la fuerza del espíritu (aquellos que, apoyados en el Espíritu de Dios, enfrentan las adversidades de manera que crecen, maduran y se convierten en mejores seres humanos). Aquí vale la palabra que Dios dirigió a Zorobabel, frente al desafío de reconstruir el Templo de Jerusalén: “No por la fuerza, no por el poder, sino por mi Espíritu” (Zac 4,6). Si nos convencemos de esta verdad, nuestra forma de posicionarnos ante las adversidades que siempre aparecerán en nuestro camino de vida será diferente.
“Mi yugo es suave y mi carga es ligera”
Normalmente, cuando leemos el Evangelio, decimos: ¡qué exigencias tan duras tiene el Evangelio! Hasta me exige que ame a Dios con todo mi corazón, con toda mi alma, con toda mi vida y con todas mis fuerzas. Y que ame a mi prójimo como a mí mismo, es decir, el Evangelio tiene exigencias descabelladas.
De hecho, el Evangelio tiene exigencias absurdas. Nadie puede ordenarme estas cosas, y, de hecho, el Evangelio no es una ordenanza, es la Buena Noticia de que Dios te ama con todo Su corazón, con toda Su alma, con toda Su vida, con todas Sus fuerzas. Que tú, por lo tanto,puedes amarte plenamente como eres amado y, por lo tanto, puedes amar al otro, como eres amado y como te amas a ti mismo. Es decir, el Evangelio no es una ley, sino un don. ¡Ay de nosotros si lo entendemos como una ley! Es el don del Espíritu, es el don del amor, del conocimiento entre el Padre y el Hijo, y es eso lo que me hace vivir la vida nueva. Aún en mis limitaciones a causa de mis pecados, en mis fragilidades, en mis constantes caídas, no obstante, hay este Espíritu que es el principio de la nueva vida.
El Palio sobre los hombros de Mons. Héctor Rafael también lo convierte en ícono de Jesús: aquel que ofrece su vida por nosotros – las seis cruces que adornan el Palio lo recuerdan, así como los tres alfileres que evocan los clavos de la cruz.
Al igual que el Evangelio, el Palio puede parecer un poco absurdo, pero, al igual que el Evangelio, es de hecho la señal de un don: por la gracia del Espíritu, Mons. Héctor Rafael se convierte en un ícono de Cristo, por la gracia del Espíritu, una vestimenta exterior seconvierte en un hábito del corazón. Oremos, pues, por él, para que la gracia que lo reviste lo penetre cada vez más profundamente y para que su vida sea para nosotros una evocación de la comunión de amor de Cristo, de la comunión de la Iglesia, del servicio recíproco de hermanos que cargan los unos con los otros.
Que la Virgen de las Mercedes, Patrona de la República Dominicana, desde el Santo Cerro continúe intercediendo por ti carísimo hermano Héctor Rafael, junto con Santiago, Patrono de esta Catedral, de esta Ciudad y de esta Archidiócesis para que bajo tu guía sean testigos del amor del Señor.
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