Ojalá rasgases el cielo y bajases 

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Tú, Señor, eres nuestro padre, tu nombre de siempre es “Nuestro redentor”. Señor, ¿por qué nos extravías de tus caminos y endureces nuestro corazón para que no te tema? Vuélvete, por amor a tus siervos y a las tribus de tu heredad. ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia! Bajaste, y los montes se derritieron con tu presencia. Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en él. Sales al encuentro del que practica la justicia y se acuerda de tus caminos. Estabas airado, y nosotros fracasamos: aparta nuestras culpas, y seremos salvos. Todos éramos impuros, nuestra justicia era un paño manchado; todos nos marchitábamos como follaje, nuestras culpas nos arrebataban como el viento. Nadie invocaba tu nombre ni se esforzaba por aferrarse a ti; pues nos ocultabas tu rostro y nos entregabas en poder de nuestra culpa. Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano. (Isaías 63, 16-17.19; 64, 2-7)

Una oración entresacada de las últimas páginas del libro del profeta Isaías. En realidad, la oración es más amplia, abarca 63,7-64,11. Toda ella es una oración de súplica penitencial, donde el pueblo reconoce su fragilidad moral y su pecado. Tiene varios momentos. Empieza por una meditación histórica (63, 7-14), donde se recuerda la liberación de Egipto obrada por Dios y el pecado de los Israelita que se rebelaron contra él y entristecieron su espíritu; luego aparece una invocación a Dios como padre (63, 15ss). En ella se pide a Dios que abra el cielo como una cortina y baje, que se manifieste; para, finalmente, confesar la propia condición de creatura:  Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano”. Hermosa manera de recordar la escena de la creación del hombre que nos trae el libro del Génesis.

Estamos, entonces, ante una oración que recoge el “recuerdo esperanzador del pasado, una invocación a Dios desde el presente como a padre (“Tú, Señor, eres nuestro padre”); una confesión sincera del pecado (constituye un misterio: ¿no será Dios mismo el culpable de nuestras culpas?); y una súplica confiada. Básicamente, un saber orar con confianza a Dios, a pesar de que

parece ocultarse, callarse y abandonar a los suyos”.

Una oración con la que el pueblo recuerda el nombre de Dios (es padre) y su promesa (“ustedes serán mi pueblo”); una petición ardiente, salida de un corazón que experimenta la lejanía de Dios; una súplica confiada, hecha desde la más profunda sensación de abandono y experiencia de pecado. Una oración que en realidad es un taller de oración. Nos enseña a profundizar en nuestra historia personal y comunitaria, nos anima a excavar en el corazón la esperanza en Dios padre, nos anima a sentirnos arcilla moldeada por sus manos. Cuando se tiene la sensación de que Dios se ha quedado oculto tras la cortina de un grisáceo cielo, el orante que está detrás de este texto nos invita a gritar una y otra vez: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!”

¡Qué imagen tan poderosa! Imaginémonos a Dios rasgando la cortina del cielo y lanzándose como en un planeador sobre nuestra tierra. Algo así se imagina el orante que está detrás del salmo 18: “Inclinó los cielos y bajó, con nubarrones bajo los pies; volaba cabalgando un querubín, cerniéndose sobre las alas del viento; se escondió en la oscuridad, como un toldo lo rodeaban oscuro aguacero y nubes espesas. A1 fulgor de su presencia, las nubes se deshicieron en granizo y centellas; mientras el Señor tronaba en el cielo, el Altísimo lanzaba su voz” (vv. 1-14).

Lo que piden estos orantes, tanto el que está detrás de la oración de Isaías como el del salmo 18, es lo que se hace realidad con el nacimiento de Jesús. Los cielos se rasgarán para que él baje y ponga su tienda de campaña entre nosotros. Por eso nuestra oración en adviento debe ser una prolongación de la de ellos. Debemos gritar una y otra vez al Señor: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!”. ¿Cuáles montes? Todos aquellos que puedan obstaculizar una vía franca para que el Señor llegue a nuestra vida. Pienso en los montes del orgullo, la presunción, la autosuficiencia, la soberbia. Todo aquello que nos hace mirar a los demás por encima del hombro.

También la Iglesia tiene su manera de hacer su propia súplica para que el Señor venga a nosotros: ¡Ven, Señor, Jesús!