“Yo soy el Gran Rey, y mi nombre es respetado en las naciones -dice el Señor de los ejércitos-. Y ahora os toca a vosotros, sacerdotes. Si no obedecéis y no os proponéis dar gloria a mi nombre -dice el Señor de los ejércitos-, os enviaré mi maldición. Os apartasteis del camino, habéis hecho tropezar a muchos en la ley, habéis invalidado mi alianza con Leví -dice el Señor de los ejércitos-. Pues yo os haré despreciables y viles ante el pueblo, por no haber guardado mis caminos, y porque os fijáis en las personas al aplicar la ley. ¿No tenemos todos un solo padre? ¿No nos creó el mismo Señor? ¿Por qué, pues, el hombre despoja a su prójimo, profanando la alianza de nuestros padres?” (Malaquías 1,14-2,2.8-10)

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Malaquías significa “mi mensajero”. Así se llama el profeta que está detrás del texto que hoy se nos propone como primera lectura. Según el orden de nuestras Biblias es el último de los llamados “profetas menores”, una colección de escritos atribuidos a doce profetas que en su momento formaron un solo libro, que iba desde Oseas hasta Malaquías. Algunos especialistas consideran que este último libro fue creado con la porción final del libro de Zacarías del que posiblemente se desmembraría. ¿La razón? He aquí el parecer de un especialista en el asunto: “en el comienzo se disponía de una colección de diez libros pequeños de profetas y por razones simbólicas se buscó crear una colección de doce libros. Los dos faltantes habrían surgido de echar mano del libro narrativo de Jonás –un libro que por su género en sentido estricto no pertenece al grupo de los profetas- y de operar la separación del final de Zacarías y gestar una obra separada” (Pablo R. Andiñach). Los temas y lenguaje en común que tienen Zacarías y Malaquías parecen darle la razón; sin embargo, lo de la simbología del número doce no convence mucho dado que el número diez también tiene una fuerte carga simbólica en el mundo bíblico.

Quizás Mal 3,1, donde aparece la expresión “mi mensajero” fuera la clave para atribuirlo a un tal “Malaquías”, pues, como hemos dicho, eso es lo que significa ese nombre. El mismo Pablo Andiñach afirma que “al crear un libro con la porción final de Zacarías fue necesario atribuirle un nombre al profeta responsable de esas palabras y se buscó una suerte de título presente en el mismo texto. Así 3,1 dio pie a que estos capítulos llevaran como nombre de autor a un tal mensajero ahora devenido en este nombre propio: Malaquías”. Este libro, en la tradición cristiana, no solo cierra la colección de los Doce Profetas (como en la Biblia Hebrea), sino todo el Antiguo Testamento. Constituye, por consiguiente, la última palabra profética comunicada a Israel, en el cual se anuncia la llegada del “sol de justicia” (Mal 4,2), imagen que fue tomada como un anuncio de la llegada del Mesías. En ese sentido, este libro bíblico puede ser considerado una especie de bisagra que une al Primer Testamento con el Segundo.

El libro de Malaquías está compuesto por una cadena de seis oráculos y un epílogo. Con ellos se nos intenta describir el estado de la comunidad de Jerusalén después del regreso de los exiliados. Siglo V a.C., tal vez. Los oráculos de este profeta nos dejan entrever la laxitud con la que los judíos asumieron la reconstrucción del templo, su poco interés en los servicios religiosos, las dificultades con las familias y matrimonios mixtos y olvido de la ley de Moisés. Pero como sucede con todos los profetas, al final transmite un mensaje de esperanza y la promesa del salvador, “el sol de justicia”.

Su mensaje profético consiste en recordar al pueblo el amor de Dios por Israel y la exigencia que se le hace a este para que viva una coherente vida cultual y moral. Si nos fijamos, el texto de hoy recoge el duro ataque del profeta contra los sacerdotes que desempeñaban su servicio en el templo de Jerusalén. Estos han sucumbido a la corrupción: usan animales impuros para las ofrendas; posiblemente, confabulados con algunos aceptaban animales enfermos o robados como ofrenda cultual. Con su actitud discriminatoria y poco digna celebración cultual no han sabido honrar a Dios, con lo que han hecho tropezar a muchos y han puesto en peligro la alianza hecha con la casta sacerdotal (Leví). Al profeta le interesa rescatar tanto la dignidad del culto como la dignidad sacerdotal. De ahí el tono de advertencia con matiz de castigo que encierra su mensaje.