Así dice el Señor: “Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo.” (Isaías 55, 10-11)
Un texto tan breve como hermoso. Su brevedad me obliga a ir al contexto, tanto literario como histórico. Ubicado en la parte final del llamado Segundo Isaías (Is 40-55), profeta anónimo, llamado a consolar al pueblo exiliado en Babilonia, insertado en la gran obra isaiana, hace que esta obra terminé tal como comenzó: haciendo alusión a la Palabra de Dios. Si en el capítulo 40 se habla de que la Palabra de Dios “permanece para siempre” (Is 40,8), aquí, esa Palabra, fertiliza la tierra y cumple con su finalidad. La consolación proclamada por el profeta se vuelve promesa y la promesa llega a su cumplimiento. Las imágenes de la lluvia y la nieve, formas evocadoras y provocadoras, nos hacen pensar que el permanecer de la Palabra no es estático, sino que nos sitúa ante el movimiento continuo de la vida y de la historia. Son dos imágenes muy dicientes para las personas a las que se dirige el mensaje, habitantes de tierra seca y reseca que a gritos pide agua… Y el agua les cae del cielo.
En lo que respecta a nuestro texto de hoy, noto que estas líneas forman parte de una unidad más amplia, un oráculo de salvación, que profetiza la restauración de Sion/Jerusalén. La ciudad, estéril, sin hijos, pasará a ser madre de muchos hijos porque será desposada con Yahvé, el Dios de la vida. Reminiscencia indiscutible de las antiguas matriarcas, “madres estériles”, que colorean la historia del pueblo de Dios (Sara-esposa de Abraham, Rebeca-esposa de Isaac, Raquel-esposa de Jacob). Sion/Jerusalén será más grande que todas ellas pues su esposo no será ninguno de los antiguos patriarcas, sino el mismo Yahvé. De ahí que la palabra de Dios es comparada con la lluvia que fecunda la tierra. Será Jerusalén, esa tierra-madre que fecundada por la lluvia-palabra de Dios, dará a luz a hijos abundantes. Antes, en 53, 10, había aparecido la promesa de descendencia y de futuro fecundo. Ahora es la Palabra de Dios la que suscitará vida y descendencia.
Estamos, por consiguiente, ante un canto a la fecundidad y a la eficacia de la Palabra de Dios. Es como un mensajero que no regresa al lugar de donde partió sin antes haber cumplido con lo encomendado. La fecundidad de la Palabra de Dios, preñada de vida, hace que esta “alumbre” acontecimientos. Tan lejos está esa Palabra de las palabras vacías que escuchamos a diario, que mucho suenan, pero sin decir nada. La Palabra de Dios, por el contrario, es una palabra llena de la fuerza y del poder de Dios, que fecundará la vida del pueblo de Dios. La Palabra engendra vida; pero no cualquier vida, sino la vida generada por el Espíritu de Dios.
El mismo profeta tendrá que ser encarnación de esa Palabra. Jesús lo será en grado sumo. Además de proclamador de la Palabra, el profeta aparecerá como palabra de Dios. La palabra que Dios le comunica personalmente fecunda primero su propia vida y luego se vuelve lluvia renovadora y esperanzada para el pueblo. El primer afectado por la Palabra de Dios es el mismo profeta, su mundo emocional se altera, su escala de valores se reajusta, su comportamiento personal cobra otro matiz. Solo después de ser configurado por la Palabra se volverá anunciador de la misma. La misma fuerza que tiene la Palabra de Dios, la adquirirá el profeta para transmitirla al pueblo: inquieta, provoca, interpela, escandaliza, turba, estimula, recuerda, promete. La tarea y misión de la Palabra es la tarea y misión del profeta. Por eso es Palabra fecunda y por eso el profeta es mensajero eficaz.
Pero tengamos en cuenta que el efecto de la Palabra, dicha y encarnada, no es un asunto mágico. Es necesario que las personas la acepten, la reciban en su corazón, que dejen que todos sus dinamismos vitales sean empapados, como la tierra buena de la que nos habla el evangelio de este día.