En su momento, muchos fuimos entusiastas abanderados del “voto preferencial”, pues el “de arrastre” era un atentado contra la democracia. En nuestros discursos afirmábamos que ningún ciudadano estaba obligado a votar por una lista impuesta por la cúpula partidista, con un orden establecido, donde imperaba el amiguismo para ser candidato, resultando que los primeros en la boleta salían electos sin necesidad de hacer campaña.
Para colmo, era común que un político ganara en buena lid un espacio destacado para ser candidato, pero por falta de apoyo o de influencias era eliminado, provocando injusticias y crisis en la institucionalidad de la organización. En realidad, alguien pobre económicamente, sin importar su liderazgo, difícilmente llegaba a la meta.
Defendíamos con pasión (todavía lo hacemos) que el elector requería libertad al momento de votar, que fuera su conciencia la que decidiera, que sus convicciones se expresaran sin ataduras, donde incluso pudiera elegir un senador y un diputado de partidos distintos o inclinarse por uno y olvidarse del resto.
En ese entonces la inocencia y la utopía nos cegaron y solo veíamos las bondades del “voto preferencial” y no sus puntos negativos, que son muchos, resaltando que este tipo de voto debe mantenerse, pero a la vez es necesario buscar soluciones y salvar esa conquista.
Sin dudas, en el actual esquema, el “voto preferencial” ha tenido como consecuencia lo que llamo “las batallas fraticidas en los partidos políticos”, donde los enfrentamientos para obtener candidaturas dejan heridas incurables y los compañeros o compatriotas se maltratan entre ellos mismos, lo que no hacen con los de las otras parcelas. Parte de la debilidad y de la falta de identidad de nuestros partidos políticos se debe al mal manejo de estas contiendas, que más que tratar de evitarlas con tanta crudeza, a veces las animan.
Otro aspecto delicado es que para ser candidato y luego ser elegido, el dinero se ha impuesto. Es difícil que alguien sin recursos suficientes esté en la boleta o reciba el voto de los ciudadanos, por mejor persona que sea. Así notamos con desagrado que personas con fortunas de oscura procedencia son los más beneficiados en las urnas. Naturalmente, hay excepciones. Eso duele y desanima a los que entienden que la política es un excelente medio para servirle a la patria. Y de esto ningún partido político está libre de culpa.
Pienso en dos sencillas soluciones: 1) Que la Junta Central Electoral, JCE, pero sobre todo los partidos políticos, tengan reglas claras en sus procesos internos, donde se promueva la sana participación; y 2) Que ambos se comprometan a depurar con serios criterios a los aspirantes. Enfrentemos responsablemente los evidentes peligros del “voto preferencial”.