En aquellos días, Felipe bajó a la ciudad de Samaría y predicaba allí a Cristo. El gentío escuchaba con aprobación lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos que hacía, y los estaban viendo: de muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban. La ciudad se llenó de alegría. Cuando los apóstoles, que estaban en Jerusalén, se enteraron de que Samaría había recibido la palabra de Dios, enviaron a Pedro y a Juan; ellos bajaron hasta allí y oraron por los fieles, para que recibieran el Espíritu Santo; aún no había bajado sobre ninguno, estaban sólo bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo. (Hechos de los apóstoles 8, 5-8; 14-17)
Estoy ante el Pentecostés samaritano. Me acerco al contexto literario de este texto y caigo en la cuenta de que Felipe, uno de los siete helenistas elegidos en el texto de la semana pasada, ha llegado a Samaría huyendo de la persecución que sufrían los cristianos en Jerusalén. Una de sus víctimas había sido Esteban, el protomártir cristiano. ¿Por qué dicha persecución parece más severa hacia los judeocristianos de origen griego que hacia los de origen palestino? ¿Conflicto derivado de la multiculturalidad?, me pregunto. Pero más allá de los incidentes de la historia está la mano de Dios guiando la vida del hombre de fe. En lenguaje más laico se suele decir: “no hay mal que por bien no venga”. El desplazamiento forzado de Felipe y otros discípulos es la chispa que enciende el fuego que ahora abriga a los samaritanos. La persecución no extingue el grupo de discípulos ni merma su impulso misionero; todo lo contrario, es la causa de la expansión del evangelio. ¡Qué modos de proceder los del Señor!
Dice el texto que Felipe “bajó a la ciudad de Samaría”. Connotación geográfica, sin duda, puesto que Jerusalén está situada a mayor actitud. Pero no solo eso. Con él baja la Iglesia a impregnar del Espíritu los habitantes de aquella región. Viene a mi memoria aquel pasaje del profeta Isaías que dice: “de Sión saldrá la Ley, de Jerusalén la palabra del Señor”.
Dos notas llaman mi atención de los samaritanos que reciben el mensaje (el kerygma: Jesús de Nazaret fue crucificado, pero Dios lo resucitó): “escuchaban con aprobación” y “estaban viendo” los signos que hacían. Me imagino la escena y no puedo dejar de pensar en todas aquellas miradas fijas en el predicador mientras sus oídos se dejaban llenar por las palabras que salía de sus labios. Escuchar y ver son dos verbos esenciales en la Sagrada Escritura, más escuchar que ver. La escucha apunta a la obediencia; el ver, a querer quedar deslumbrado (excepto que sea una mirada contemplativa, como me imagino la de los samaritanos de aquel auditorio). Los signos están al servicio de la predicación: primero propone el mensaje, los prodigios serán su resonancia.
Los resultados no se hacen esperar: “La ciudad se llenó de alegría”. Es la alegría que acompaña la fe. Una vez más no puedo dejar de pensar en la exhortación apostólica Evangelii Gaudium, del Papa Francisco. Allí nos insiste en que acoger la buena nueva de Jesucristo resucitado siempre llena de alegría. Es la expresión de la actuación de Dios y la realización de su plan salvífico. La efusión del Espíritu Santo es la garantía de su permanencia. ¿Texto clave para fundamentar el origen remoto del sacramento de la confirmación?, me pregunto.
Pienso en la llegada de Pedro y Juan allí. Son enviados, dice el texto. Se trata de una decisión eclesial. Un signo de comunión con aquella iglesia naciente y un espaldarazo a la misión de Felipe. ¡Qué necesarios son estos gestos para expresar la unidad en medio de la diversidad! La expresión más alta de esa comunión pienso queda evidencia en la efusión del Espíritu Santo tanto sobre la comunidad de Jerusalén como en esta de Samaría. Es el mismo Espíritu quien habla a todas las iglesias y genera comunión entre ellas.
Y no puedo dejar de pensar en los sacramentos de iniciación cristiana: el relato menciona el bautismo recibido por los samaritanos, insinúa la confirmación por parte de los apóstoles y deja ver el clima de comunión que allí se genera. El mismo proceso de iniciación seguido por los de Jerusalén es el que siguen los de Samaría. La Iglesia es una sola, como lo es la fe y los sacramentos que esta administra. ¿No sería hoy un buen día para orar por la unidad de la Iglesia?