Los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones. Todo el mundo estaba impresionado por los muchos prodigios y signos que los apóstoles hacían en Jerusalén. Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes, y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. A diario acudían al templo todos unidos, celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos, alabando a Dios con alegría y de todo corazón; eran bien vistos de todo el pueblo, y día tras día el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando. (Hechos de los apóstoles 2, 42-47)
Una escena idílica. Un sueño. ¿El sueño de Dios sobre la humanidad?, me pregunto. Para algunos especialistas se trata de un “mito de fundación”. Un ideal que vendría a sustituir los intentos fallidos por construir la comunidad humana perfecta, la polis griega. Para mí, la exigencia cristiana de todos los tiempos: la Iglesia llamada a ser la comunidad que Jesús quería.
Vuelvo una y otra vez sobre el relato. Hay en él muchos elementos que me impactan, incluso que me perturban. Lo primero es que llame “hermanos” a los integrantes de la comunidad. Recuerdo que en la cultura griega el ideal más alto en cuanto a relaciones humanas era la amistad. Aquí la Iglesia naciente va un paso adelante al llamar a sus integrantes “hermanos”. La fraternidad, valor que será rescatado por la modernidad, aparece ya en la raíz misma del cristianismo.
Luego, la forma como vivían. Cuatro son las marcas identitarias que se resaltan (¿horizonte utópico para toda comunidad cristiana?): la enseñanza, la vida en común, la fracción del pan y la oración. Pilares de toda comunidad cristiana ayer y hoy. Todo esto, lo vivían, dice el texto, con alegría. Estamos ante la alegría del evangelio que bellamente describe el Papa Francisco en su primera exhortación apostólica. Esa alegría que el mundo pretende que reemplacemos por la tristeza que provoca el individualismo. Me pregunto: ¿cómo mantener el equilibrio entre estos cuatro elementos? ¿Siguen siendo la base sobre la que se construyen nuestras comunidades? ¿No pasan de ser un sueño? ¿El mito fundacional de lo que se quisiera y no es? Y no dejo de tirar piedras sobre mi propio tejado: ¿Qué hago yo para ayudar a acortar la distancia entre lo ideal y lo real?
“Todo el mundo” y “todo el pueblo”, dos hipérboles para indicar la percepción favorable y estima de la gente ante su estilo de vida. El “kerygma” (el núcleo de la predicación), que aparecía en labios de Pedro la semana pasada, ahora es complementado con su forma de vivir. La resurrección de Cristo los ha salpicado de tal manera que ahora ellos viven como les insistía el propio Jesús cuando estaba con ellos. Lo que no pudo lograr el Jesús histórico lo ha conseguido el Cristo de la fe. El amor fraterno que el Maestro había dejado como testamento espiritual ahora es vivido como signo de su presencia en medio de ellos. Cristo resucitado privilegia la comunidad como lugar de su presencia.
Una última cosa llama mi atención, la forma como termina el relato: “día tras día, el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando”. ¿De qué se iban salvando? ¿Acaso de morir encerrados dentro de ellos mismos? ¿Ingresar a aquel grupo era ya una forma de salvación? Menciona también la cotidianidad de dicha salvación, “día tras día”. Cualquier día es momento oportuno para ser alcanzado por la salvación divina. No hay fechas especiales ni acontecimientos extraordinarios. El plan salvífico de Dios se hace realidad donde no siempre se nota.