Por Eduardo M. Barrios, S.J.
No se cuestiona que todos los seres humanos desean ser felices. Nada tan obvio. Y, sin embargo, abunda la infelicidad. Hay personas tan infelices, que se sienten cansadas de la vida, y hasta coquetean con la tentación del suicidio.
¿A qué se debe que todos buscan la felicidad y pocos la encuentran? A que la buscan por lugares equivocados.
Se pueden dar pistas que conduzcan hacia la felicidad sacadas del acervo espiritual del Cristianismo. Limitémonos a tres máximas o lemas:
1) “Hay más dicha en dar que en recibir” (Hech 20,35). Estas son las únicas palabras de Jesús que no aparecen en ninguno de los cuatro evangelios.
La veracidad de esas palabras se verifica en la praxis. Haga la prueba de dar y experimentará una satisfacción diferente a la del recibir. No se trata simplemente de dar dinero. Se pueden dar otras cosas, como por ejemplo, gastar tiempo en otros. Hay personas en duelo o en enfermedad que agradecen mucho las visitas. El dinero gastado puede recuperarse de muchas formas. El tiempo, no. Está bien dar, pero está mucho mejor darse a sí mismo.
2) “Ministrare, non ministrari”. Estas palabras en Latín constituían el lema episcopal del llorado obispo de Santiago de los Caballeros, Mons. Roque Adames Rodríguez. La cita completa aparece en Mc. 10, 45: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir…” El Hijo de Dios encarnado, Jesucristo, gastó su corta vida terrenal sirviendo a los pobres, las viudas, los enfermos, los pecadores, y a todos los que se le acercaron. San Pedro predicó de él diciendo: “Pasó haciendo el bien” (Hech 10, 38). Aquí en la tierra exultaba de gozo en el Espíritu Santo (cfr. Lc 10,21). Y después del servicio supremo de dar la vida por los pecadores hasta derramar su última gota de sangre en la cruz, pasó a la felicidad plena por su gloriosa resurrección.
3) “Salir del propio amor, querer e interés”. Consejo de San Ignacio al final de la segunda semana de sus Ejercicios Espirituales.
Nada bloquea tanto la felicidad como el desordenado amor a sí mismo, así como preponer los gustos e intereses propios a los de los demás. Quien se cierra y centra en sí mismo, se pierde lo mejor que ofrece la vida, que es la apertura generosa a los demás y a la comunión (koinonía) fraterna.
Vivir siempre procurando la propia comodidad y beneficio puede tener un precio muy alto a la hora de la muerte. De la tierra nos llevaremos lo que hayamos dado, no lo que hayamos retenido. El precio del egoísmo hasta el endurecimiento final será una eternidad solitaria sin nada ni nadie más que uno mismo. Esto podría valer como aproximación a la terrible realidad del infierno, la soledad eterna.
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