El Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo. Luego el Señor Dios plantó un jardín en Edén, hacia Oriente, y colocó en él al hombre que había modelado. El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos para la vista y buenos para comer; además, el árbol de la vida en mitad del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y el mal. La serpiente era más astuta que las demás bestias del campo que el Señor había hecho. Y dijo a la mujer: –¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín? La mujer contestó a la serpiente: –Podemos comer los frutos de los árboles del jardín; pero del fruto del árbol que está en mitad del jardín nos ha dicho Dios: «No comáis de él ni lo toquéis, de lo contrario moriréis». La serpiente replicó a la mujer: –No, no moriréis; es que Dios sabe que el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal. Entonces la mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos y deseable para lograr inteligencia; así que tomó de su fruto y comió. Luego se lo dio a su marido, que también comió. Se les abrieron los ojos a los dos y descubrieron que estaban desnudos; y entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron. (Génesis 2, 7-9; 3, 1-7)

Leo este texto y en seguida caigo en la cuenta de la doble cara de la realidad humana, mi realidad: una mezcla de grandeza y de bajeza; de fortaleza y de fragilidad; maravilloso y caduco. El bien y el mal formando un díptico, un único cuadro. Los elementos constitutivos del alma. Me pone a pensar en qué y quién soy yo para Dios, con Dios y ante Dios. Siento que estoy ante un tratado de antropología bíblica que me invita a meditar sobre mi propia realidad.

Me detengo en cada detalle. Tomo consciencia de que como humano no me he dado la vida a mí mismo. Me he recibido de Otro, como regalo. Me siento eso: un regalo de Dios. Él es quien me hace ser. Me modeló del humus, del polvo de la tierra. He ahí el origen de mi fragilidad. Soy quebradizo y caduco como la arcilla. Tiendo a ser polvo. El miércoles pasado me lo recordaba el ministro que me impuso la ceniza. Eso soy: ceniza, polvo que se pisa o que se lleva el viento. Pero polvo en las manos de Dios. Unas manos que no dejan que el polvo vuele, unas manos que hacen aceptable lo inaceptable. Unas manos que me modelan, como el alfarero a la arcilla. De esas divinas manos he salido como pieza única, he sido trabajado con delicadeza, con buen gusto, con ilusión. ¡Cuánto me recuerda esto el salmo 139!: “Me has ido tejiendo”, dice allí el orante. Barro trabajado por Dios, eso soy yo.

A ese barro que soy, el Señor le ha insuflado su aliento de vida. He ahí mi grandeza. Me imagino la escena y quedo pasmado. Como quien da respiración asistida, Dios insufla su aliento sobre mi barro. Esa imagen me parece un rito gracias al cual me coloca un peldaño más alto que los demás animales. No solo soy arcilla modelada por sus manos, sino que soy barro que vive de su misma vida. Y eso me hace sentir una criatura sagrada. He ahí mi doble condición: en cuanto barro me siento tirado hacia abajo, hacia el suelo polvoriento; no obstante, el soplo que vivifica ese barro me empuja hacia las alturas, en busca de las estrellas porque me resisto a ser solo barro.

Soy un pedazo de barro que ha recibido aliento divino. Pieza única. Así me siento. Una criatura hecha artesanalmente. Me detengo en esta última palabra. Me hace pensar en una obra de arte, arte-sanal. Siento que eso soy para el Señor. Él me ha pensado y me ha deseado. Por eso existo como pieza única. Dentro de lo que se ve de mí hay un misterio personal. Soy más que mi biología, mi genética y mi fisiología. Mi corazón es el receptáculo de ese más que soy. Si pudiera penetrarlo y descubrir allí el misterio que encierra, ¿encontraría a Dios recreándome, modelándome, cada día? Lo pienso y me maravillo aún más.

Ceniza con ansias de eternidad, esa es mi realidad. Vivo a ras de suelo, pero aspiro a más que eso. Me siento un permanente insatisfecho. Noto cómo mi corazón permanece abierto a un Tú de otra parte. “Deseo metafísico”, lo ha llamado alguien. “Nostalgia, anhelo y flecha que apunta y se dirige más allá”, ha escrito otro. Escucho dentro de mí el susurro de esa otra Realidad que me llama. ¿Acaso al insuflar su aliento sobre mí Dios sembró ese Deseo infinito, una insatisfacción perenne?

Y con todo, enigma y escándalo. Eso soy también. El texto que medito me lo hace pensar. El paso de lo gratificante a lo penoso. Mi vida también está compuesta por experiencias frustrantes e inquietantes. De no ser así solo sería media vida. Son inherentes a mi condición humana. De igual modo que mi corazón se ve lanzado hacia las alturas en busca de ese Otro infinito, también experimenta la atracción de lo finito, ese otro extremo que lo enfrenta cara a cara con sus deficiencias y heridas. ¿No consistirá en eso la experiencia de la desnudez?

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