Era el último año de Teo­logía para un servidor en el Seminario y había que pre­­parar una especie de tesina, tome como tema: “La pers­pectiva escatológica de la muerte”, y por el tema me encontré con la obra de Joseph Ratzinger: “Escatolo­gía”. Siempre había oído que era buen teólogo y ahí lo comprobé, eran unas ideas teológicas brillantes y muy actuales, a pesar de la fama que le precedía de muy ortodoxo en sus ideas, hasta darle algunos el tinte de conserva­dor, pues Ratzinger había sido teólogo del Concilio y profesor en las más prestigiosas universidades alema­nas de avanzada. Pero un día, en los primeros años del pos­concilio, hizo una serie de advertencias y aquello se en­tendió como un retroceso de su parte, además de sus ex­posiciones y escritos, y lue­go, ante la papa caliente que le tocó en sus años en la Con­gregación para Doctrina de la Fe en las cuestiones relativas a la Teología de la Libe­ración, junto a los juicios de algunos teólogos y persona­jes como Bernard Häring, Charles Curran, Leonardo Boff, Pedro Casaldáliga, Xavier Pikaza, entre otros. 

Con su quehacer de fiscal de la labor teológica de en­tonces  y propiciar un invierno teológico en la Iglesia, el cual todavía se sufre, se ganó la fama de hombre fuerte del Vaticano, cosa inmerecida, sobre todo por el tipo de persona en sí que era, pero el hombre es su circunstancia, decía Ortega y Gasset, y eso le acompañó hasta su muerte.

Recuerdo el día que fue elegido Papa, estaba en Es­paña, en Salamanca, en mis estudios bíblicos; en la casa donde vivía estábamos a la expectativa del cónclave a raíz de la muerte de San Juan Pablo II, de repente se armó una corredera, salí de mi ha­bitación, pregunté qué pasa, y el asunto era que corriéra­mos a la sala donde estaba el único televisor que se tenía, que había salido la fumata blanca. Todos nos congrega­mos en el lugar y vimos cómo el Cardenal Chileno, Jorge Medina, a quien en un evento desagradable de discusión entre él y el hoy candidato a ser canonizado, el Obispo Brasileño Don Lu­ciano Méndez de Almeyda, conocí, anunciaba al mundo la elección de Joseph Ratzin­ger, como nuevo pontífice de la Iglesia, con el nombre de Benedicto XVI.

Los latinoamericanos que estábamos allí, ante el aplauso de los españoles, salimos disconformes con la elección, pues no era lo que espe­rábamos y por todo lo que implicaba su persona en cuanto a la Teología de la Liberación, y por lo antes dicho.

Cuando el cónclave que le eligió Papa, yo sospeché que él sería el elegido, pues antes de la elección le correspon­dió celebrar la misa de apertura del cónclave y en su ho­milía expuso la situación triste de la Iglesia ante los escándalos que él bien cono­cía, y como tal fue elegido. 

Su pontificado en sí, para mí no fue novedoso, pues se sabía desde el principio que era lo que llaman un pontificado de tránsito, pero en sí me sorprendió con tres co­sas: la lucha que emprendió contra la pederastia, sobre todo con la condena al P. Maciel, de los legionarios de Cristo; la cena que tuvo con su antiguo colega y amigo Hans Küng, de la cual este dijo que Ratzinger era un Papa que podía sorprender y su renuncia al papado, con lo cual sorprendió a todo mun­do, y no sé si por ahí estaría la sorpresa que anunció Küng.

Pero en sí hay que agradecer su labor de teólogo y de trabajo en la Iglesia, gústele a unos y a otros no, también agradecer su labor en la Sede de Pedro, pues en esta vida los que creemos en Cristo de una u otra forma lo que que­remos es responder a su llamada, y como expresaba en su obra “Escatología”, el asunto es llegar hasta donde está Él.

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