Así dice el Señor: “Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua: vendrán para ver mi gloria, les daré una señal, y de entre ellos despacharé supervivientes a las naciones: a Tarsis, Etiopía, Libia, Masac, Tubal y Grecia, a las costas lejanas que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria; y anunciarán mi gloria a las naciones. Y de todos los países, como ofrenda al Señor, traerán a todos vuestros hermanos a caballo y en carros y en literas, en mulos y dromedarios, hasta mi monte santo de Jerusalén -dice el Señor-, como los israelitas, en vasijas puras, traen ofrendas al templo del Señor. De entre ellos escogeré sacerdotes, y levitas” -dice el Señor-. (Isaías 66, 18-21)

Algo hemos dicho en otra ocasión sobre el contexto histórico que subyace al llamado Tercer Isaías (Is 56-66). Refresquemos la memoria. En el año 539 a.C. Ciro el persa conquista Babilonia, acabando con la hegemonía que esta detentaba desde hacía alrededor de cien años. La nueva fuerza mundial, el inmenso Imperio persa durará un par de siglos. Cien años más que su predecesor. Rápidamente, en el 538, Ciro emite un edicto en el cual concede a los exiliados judíos, después de haber vivido deportados durante cerca de seis décadas, licencia para volver a su patria. La reinstalación no fue fácil. Hubo divisiones internas, dificultades para recuperar la tierra que habían abandonado ellos o sus antepasados, malas cosechas, oposición de los vecinos samaritanos que temen un predominio judío en aquella zona. Sobre todo, se da un conflicto de identidad cultural. Se saben el pueblo elegido de Dios, pero ¿y si Dios también ha llamado a otros pueblos? Los profetas surgidos en este tiempo retoman el tema de la justicia social, además de la defensa de la identidad judía; pero de manera especial sobresale la esperanza contra la desesperanza. Otro asunto son las tensiones teológicas que allí se producen. Resaltemos dos: la primera es la tensión entre si defender las instituciones civiles y religiosas (que dan identidad a la nación judía) o relativizarlas por algo nuevo que las supere; la segunda es la tensión entre los que defienden una restauración inmediata del país y de Jerusalén, y la visión utópica de los que defienden un futuro escatológico, donde Dios se hará presente ofreciendo una salvación universal. Para estos últimos, Dios es más que su templo; su presencia desborda sus muros, por sagrados que sean.

Es en este contexto que el Tercer Isaías va a transmitir su mensaje de “cielos nuevos y tierra nueva”. Cuando lo hace los repatriados a Jerusalén viven graves dificultades de asentamiento y reconstrucción. Otros se han apoderado de sus terrenos familiares; se dan problemas de convivencia entre distintos sectores; aumenta la pobreza de recursos económicos; decepción porque aun siguen bajo el yugo extranjero y el sueño de la restauración de la monarquía davídica cada vez es más incierta; los nuevos pobladores constituyen una sociedad heterogénea: repatriados exiliados, judíos que habían permanecido en su tierra, extranjeros residentes llegados con las invasiones, etc. Todo esto despertó la necesidad de una esperanza que mantuviera viva la ilusión del pueblo. El Tercer Isaías va a tratar de aportar esa esperanza. 

En su profecía insistirá en que hay que mirar más allá de la propia raza. Dice cosas como estas: “Mi casa será casa de oración para todos los pueblos” (Is 56, 1-8). El profeta sale al frente de cualquier intento por construir barreras étnicas. Para él no cuenta la pureza étnica, tan defendida por el pueblo judío; para pertenecer al pueblo de Dios solo hay que practicar la justicia y la honradez con el prójimo. Todo aquel que viva de acuerdo a la voluntad de Dios pertenece a su pueblo. Aquí no cabe los nacionalismos excluyentes; lo que importa es la ética, la forma de comportarse la persona. De este universalismo nos habla el texto que encabeza esta página y que es la primera lectura de la liturgia de este domingo: “Así dice el Señor: Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua… De entre ellos escogeré sacerdotes, y levitas -dice el Señor-.”

Esta reunión de las naciones será un acto de Dios que tendrá como signo la justicia y la equidad. Con todas esas naciones convocadas por el mismo Dios se iniciará el cielo nuevo y la tierra nueva. Esto es, se inaugurará una nueva manera del hombre relacionarse con Dios. Fijémonos en el matiz litúrgico del lenguaje utilizado; dos veces se habla de ofrenda, una en relación con los paganos y la otra en relación con el pueblo judío. Dios acepta ambas. Tanto la ofrenda de los paganos como la de los judíos es agradable a Dios. La esperanza no es patrimonio de una nación, es don de Dios para todos los que aguardan un cielo nuevo y una tierra nueva.

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