Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados. El Señor me abrió el oído. Y yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. (Isaías 50, 4-7)

En el libro del profeta Isaías aparecen cuatro poemas que se refieren a un personaje enigmático, desconcertante y hasta ahora desconocido. Son de las páginas cumbres del Antiguo Testamento. Se les llama “cánticos del Siervo de Yahvé”. La figura del Siervo puede ser símbolo de Israel, de una persona particular, del mesías. Algunos dicen que se trata del propio profeta Isaías o de Jeremías. Lo cierto es que “el Siervo de Yahvé” está dispuesto a dejar la vida en la misión que se le ha encomendado: “yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos”.

La figura del “Siervo de Yahvé” contrasta con la de cualquier liberador esperado en el contexto del exilio en Babilonia. Es muy distinta a la del “Ungido de David” tan esperado por el pueblo; también es muy diferente de Ciro, rey de Persia, quien reinaba en el contexto en que aparece este escrito. El “Siervo de Yahvé” no se impone por la fuerza de las armas. La palabra y la entrega de sí mismo son sus únicos recursos. Los cuatro poemas que hablan de él así lo atestiguan. En él aparece encarnado el misterioso camino del sufrimiento salvador. Se parece tanto a Jesús de Nazaret que no por casualidad se privilegia la lectura de esos cuatro cánticos durante la Semana Santa.

Hoy, Domingo de Ramos, se nos ofrece como primera lectura un trozo del tercero de esos cánticos. Durante los próximos días estaremos leyendo los otros tres, especial atención reclama el que será leído el Viernes Santo. En el texto de hoy se nos deja ver que parte de la misión del siervo consiste en sostener con la palabra al abatido: “Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado [de discípulo], para saber decir al abatido una palabra de aliento”. Son palabras que el Siervo se dice a sí mismo. Toma consciencia de que solo puede transmitir una palabra alentadora quien antes la ha recibido de parte de Dios. En todo el poema habla solo el Siervo. Un soliloquio donde se hace consciente del llamado que ha recibido, nos revela cuál es su misión y cuánto confía en Dios.

El “Siervo de Yahvé” testifica cómo al transmitir la palabra alentadora en vez de gozar de acogida ha tenido que sufrir escarnio y persecución: “ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos”. Es como si el Siervo se dijera a sí mismo: “la palabra de Dios, además de iluminarme, me fortalece para recibir los golpes de la vida y de los adversarios”. Espalda, mejillas, cara, la corporalidad entera ofrecida sin resistencia. Como si dijera: “esto es mi cuerpo”. Cuerpo eucarístico que se ofrece para la salvación de muchos.

Termina su diálogo interior con palabras que revelan cómo su plena confianza en Dios es el fundamento de su actitud pacífica y madura: “El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado”. Sabe que Dios responde por él, lo apoya, lo sostiene, lo conforta. La fuerza oculta de la misma palabra de aliento que transmite lo alienta también a él para no desmallar. La persecución, insultos, injurias y tortura no lo hacen desistir de su misión. Está seguro de que no quedará defraudado porque su causa no es suya, sino de Dios.

Con razón la relectura cristiana de estos cánticos ha visto en el Siervo la figura de Jesús. Insisto, no es casualidad que destaquen en los días de Semana Santa, especialmente el último de estos poemas (Is 52, 13-53,12). Ese es el texto que va leyendo el etíope en Hechos 8, 26-35 cuando Felipe se acerca a él y se lo explica. No es que Isaías esté hablando allí de Jesús, sino que los primeros cristianos vieron en la figura del Siervo un “retrato” de Jesús. Como nosotros hoy.

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