por Eduardo M. Barrios, S.J.

Los “desterrados hijos de Eva” siempre hemos mostrado hambre desmesurada por las alabanzas. Es una de las consecuencias del pecado original.

Un agudo observador de la condición humana, y muy familiarizado con las Escrituras, Tomás de Kempis, salió al encuentro a esa debilidad de la naturaleza humana caída con estas lapidarias palabras: “No eres más porque te alaben, ni menos porque te critiquen; lo que eres delante de Dios, eso eres y nada más”.

La experiencia muestra que se necesita una santidad muy aquilatada para conformarse sólo con la valoración que Dios haga de uno. A los santos únicamente les interesaba complacer a Dios; no se dejaban sobornar ni por alabanzas ni por críticas. A Jesús sólo le importaba la voluntad del Padre celestial: “Yo hago siempre lo que a Él le agrada” (Jn 8,29).

En el Sermón de la Montaña, Jesucristo les reprocha a los fariseos practicar buenas obras para ser alabados. En concreto les señalaba que oraban aparatosamente en público, hacían limosnas ostentosamente y desfiguraban el rostro para mostrar que  oraban, daban limosnas y ayunaban (cfr. Mt. 6,1-18).

Por el contrario, los discípulos de Jesús deben hacer las buenas obras discretamente para que el Padre celestial, que ve en lo secreto, sea quien lo vea y los recompense (cfr. Mt. 6, 4.6.18).

Los humanos podemos caer fácilmente bajo la esclavitud del “¿qué dirán?” Hacemos algo o dejamos de hacerlo pensando en el juicio de los demás. Parecemos actores desempeñando un papel épico delante de un exigente auditorio. En cambio, muestran santidad de alto calibre quienes conocen experiencialmente a Dios, se conocen a sí mismos, y hacen suyo el consejo del Señor: “Cuando hayan hecho todo lo que les mandaron, digan: ‘No somos más que unos pobres siervos; sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer’” (Lc. 17,10).

Jesús siempre precedía con el ejemplo. Hasta los fariseos y herodianos tuvieron que reconocer lo libre que se mostraba Jesús: “Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios con franqueza sin que te importe nadie, porque no te fijas en apariencias…” (Mt 22,16). 

  Y no le interesaban las glorias humanas; lo dijo expresamente: “No recibo gloria de los hombres” (Jn 5,41). Sólo buscaba la verdadera y definitiva gloria, la que viene de Dios: “Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti” (Jn 17,1).

San Pablo, discípulo aventajado de Jesús, siguió de cerca sus pasos: “¿Busco yo ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿O es que intento agradar a los hombres? Si todavía intentara agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo” (Gal 1,10).

Por no vivir profundamente anclados en Dios, nos sentimos inseguros. Y por sentirnos inseguros, buscamos ansiosos la aprobación de los demás.

Últimamente se ha institucionalizado la búsqueda de alabanzas. Lo vemos cada día. Resulta imposible recibir atención médica en un hospital sin que más atrás llegue una encuesta en busca de aprobación. Lo mismo sucede cuando se compra algo “on line”; en cuanto llega el paquete, ya están preguntando si gustó el producto y el servicio.

Incluso en los restaurantes, acabado de posarse el plato humeante sobre la mesa,  ya está la mesera preguntando, “¿todo bien?” Los comensales, por cortesía, suelen decir que sí aunque el combo deje mucho que desear.

La Cuaresma brinda la oportunidad de examinar nuestro interior. Podemos aprovechar la favorable coyuntura para preguntarnos qué tal estamos en materia de humildad. Escasea esa virtud heroica. El Venerable Cardenal Rafael Merry del Val compuso unas letanías para alcanzarla. Una de las preces reza así: “Del deseo de ser alabados, líbranos Señor”.

ebarriossj@gmail.com

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