Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma… (Hechos de los apóstoles 2, 1-11)

Cincuenta días después llega a su plenitud el tiempo de Pascua. Eso significa pentecostés. En este día me encuentro frente a este conocidísimo texto; lo leo y dos imágenes quedan revoloteando en mi cabeza: el viento recio y las llamaradas de fuego. Me pregunto: ¿qué más necesita uno para despertarse, para sacudirse, para vencer las resistencias? El viento recio arrastra las almas secas y las llamaradas de fuego se encargan de hacerlas cenizas. Siento que el Espíritu hace esto no porque ame la destrucción sino para que brote algo nuevo. Un proceso de transformación. ¿Acaso no ha hecho salir de las cenizas de inicio de Cuaresma el fuego que inauguró la Pascua? Y ahora, en Pentecostés, viene a hacer lo mismo. Medito estas dos imágenes.

El viento recio, huracanado, abre las puertas que mantienen encerrados a los seguidores del Señor; habitación y vidas quedan ventiladas. Nos remueva los cimientos de la propia existencia, nos zarandea. Nos desinstala de las aparentes seguridades a las que estamos sujetos. Nos revuelve. También puede ser suave brisa que alienta y refresca la vida. A veces funciona como un salvavidas. El firmamento fue creado por el aliento de su boca, confiesa el salmista (Sal 33,6).

El viento es una de las realidades más misteriosas que existe, lo mismo puede destruir que dar vida. Cuando a los pulmones le falta el aire la vida palidece, pero un viento demasiado fuerte puede ser calamitoso. De él ha dicho alguien: “invisible, inasible, caprichosamente impredecible, salvaje como un guerrero, altivo como un muchacho y dulce como un enamorado; vendaval unas veces; otras, suave soplo”. Muchos hombres e instituciones eclesiales han recobrado el aliento a lo largo de la historia gracias a su intervención.

Hoy quiero exponerme al soplo del Espíritu para que barra de mí todo lo gastado y polvoriento; para que me acaricie con su amor. En este preciso momento, en el lugar donde escribo estas líneas una suave brisa entra por una de las ventanas, me imagino que es el Espíritu de Dios que me acaricia con ternura, que quiere refrescarme la vida. En otras ocasiones desde este mismo lugar he visto cómo sus ráfagas han destrozado ramas secas de los árboles que renuevan su follaje. ¡Cómo quisiera que también en mí rompiera lo rígido, removiera lo inmóvil y renovara lo viejo! Viento y aliento a la vez; fuerza purificadora y caricia alentadora.

Lenguas de fuego, es la otra imagen. Tres son las principales propiedades del fuego: calienta, ilumina y transforma. Calienta las vidas que tienden a congelarse como el hielo, ilumina las oscuridades que pretenden ofuscar nuestros pensamientos y decisiones; transforma vidas apagadas en personalidades fogosas. Y he aquí la palabra clave: transformación. Gracias al acontecimiento ocurrido en Pentecostés los miedosos discípulos quedan transformados en valientes testigos del Resucitado. Aparecerán como personas entusiastas, fogosas, con chispeante vitalidad. Solo hay que leer el largo discurso de Pedro que sigue al relato que hoy comentamos.

Recuerdo que Pentecostés comenzó siendo una fiesta en la que los judíos hacían la siega del trigo. Las espigas se transformarían en granos y estos, a su vez, en pan. ¿No sufren también los seres humanos transformaciones hormonales y de otro tipo al llegar a los cincuenta años? En la antigüedad el hombre llegaba a su plenitud de vida a los treinta; hoy en día la pensamos en torno a los cincuenta. Pareciera que el ser humano anhelara que su vida no se apague, por eso cuando comienza el declive sueña un fuego nuevo. ¿Será Pentecostés la respuesta de Dios a ese legítimo deseo humano?