Un monte muy alto

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Jesús no se fía de su propia palabra, sino que res­ponde con la fuerza de la Pala­bra de Dios

Cuando la puerta de la Cuares­ma se abre, el paisaje que se bebe nuestra mirada es un vasto desierto. Mucho hemos oído de su significado existencial. Su dureza evoca las dificultades que deben ser superadas, convirtiéndolo en una metáfora de la vida. Allí es empujado el Hijo de Dios por el Espíritu.

Si miramos el Antiguo Testa­mento notaremos que el desierto es imagen de la dura peregrina­ción que hay que hacer para llegar a la Tierra Prometida (Ex 15-19; Nm 10, 10-22). Aparece, ade­más, como el lugar ideal para el encuentro con Dios (Os 2, 14-23). Es también parte privilegiada de la naturaleza para captar los signos de la llegada del Mesías (Is 35). No todo es malo en los de­siertos de nuestra vida. Hay desiertos que nos ponen en camino hacia la Pascua. Como este que se abre ante nuestros ojos.

En el desierto, tanto Israel como Jesús se ven confrontados por tres tentaciones. Ambos fueron probados en el hambre, en la búsqueda del pan material (Éx 16, 1-13). Así como el pueblo interpeló acremente a Moisés sobre las intenciones de Dios de dejarlos morir en el desierto, del mismo modo Satanás incita a Jesús a que ponga a prueba a Dios sobre sus cuidados hacia él (Ex 7,1-6; Nm 20,2-13; Sal 95,79). Ambos, tanto Jesús como el pueblo (Ex 32), son incitados a hacer de un ídolo (el propio Satanás) su dios. ¡Imposible un absurdo mayor!: que el Hijo de Dios se vuelva adorador del contrincante de su Padre.

Jesús sale victorioso porque res­ponde con la Palabra de Dios y no la propia. A las tres tentaciones res­ponde con versículos del Antiguo Testamento: Dt 8,3; Dt 6,13; Dt 6, 16. Estas no son tres citas cuales­quiera. Son versículos en los que Moisés habla de las lecciones que Israel debió aprender en su expe­riencia de desierto. Jesús no se fía de su propia palabra, sino que res­ponde con la fuerza de la Pala­bra de Dios. Es consciente de que cuando pretendemos afrontar las tentaciones confiados en nuestra propia palabra solemos sucumbir ante el ma­ligno.

En contraposición al “exe­geta Jesús” aparece el “exe­geta Satán”. Son ellos dos interpretadores de la Escritura. Cada uno busca fundamentar en ella su posición. El primero la in­terpreta tratando de descubrir la primacía de Dios en el comportamiento humano; el se­gundo lo hace buscando su propio beneficio. Esto me hace pensar que se puede hacer una interpretación diáfana y otra “diabólica” de la Palabra de Dios. Dependiendo de la que se haga será nuestra relación con Él.

Por otro lado, la tercera tenta­ción, tal como nos la reseña Mateo, ocurre en “un monte muy alto” del desierto. Allí el diablo le ofrece a Jesús poder y gloria a cambio de adoración. Hay también un poder divino y un poder diabólico. El pri­mero es creador, generador de vida; el segundo va a lo suyo. El poder divino es el ejercido por Jesús para perseguir el mal hasta su madri­guera. Todas las tentaciones po­drían reducirse a esta última.

No olvidemos, finalmente, que hay formas claras y también sutiles de abuso de poder. Crear mala conciencia en el otro, por ejemplo. Avasallar a los demás con nuestro saber. Humillar con amargas iro­nías a los otros. Encandilar a los demás con la luz que irradiamos. Situarse por encima de los otros, mostrarse como quien puede más que ellos.

En fin, la tercera tentación, ocu­rrida en “un monte muy alto” nos recuerda que hay muchos dispues­tos a vender su alma al Diablo a cambio de éxito y poder. Y el ma­ligno lo sabe. Dios nos libre de esa tentación y nos ayude a bajar de ese monte.

 

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