Tomado del libro Vivir o el arte de innovar

Creo que los profetas verdaderos tienen mu­chas cosas en común. Primero, la urgencia, el apremio de alguien que no los deja en paz. Los espolea, los lleva, los trae… Y el gozo simple, sin amargura, de poder pasar trabajo yendo y viniendo. Urgencia que brota de un convenci­miento, de una presencia interior inconteni­ble, dispuesta siempre a rebasar cánones y a desbordar cauces previstos. 

A pesar de oscurida­des y de dudas, los profetas cantan claro. Di­cen lo que tienen que decir y viven lo que tie­nen que vivir. Con una grandísima libertad in­terior. Y sin ostenta­ción: No son profetas para “figurear”. Firme­za sí, pero no actitud de pose. Pero esto mismo no les impide dar la cara (“Brille así la luz de us­tedes…”). 

Y sucede que no sólo su condición de profetas les viene dada a partir de un singular encuentro con el Señor (en el “desierto”), sino que no pueden vivir sin encontrarse con Él. Solos y acompañados, buscarán asiduamente comuni­carse con el que con tanta autoridad los en­vía. En los lugares acostumbrados, o hasta im­provisando nuevos “de­siertos”, insospechados lugares de encuentro con Él. 

Ser profetas no es para ellos privilegio o mérito propio; es gracia y encargo en favor de la comunidad. Y necesitan, por tanto, ser forta­lecidos para esa misión. Eso sí, lo saben bien: sus frutos no tienen buena venta en todos los mercados. Resultan duros y amargos. Es más: ni siquiera entre los suyos tienen garantía de ser aceptados. Pero a los que Dios da el poder de ver más allá de la cáscara, les toca saborear los frutos sa­brosísimos, la sorprendente novedad que se esconde bajo áspera apariencia. Y serán solidarios como el que más: nadie se dolerá más que ellos de sus hermanos, de su pueblo. Y en ellos también escucharán la voz de Dios. 

Y se dejarán aconsejar y buscarán luz. Pero no bailarán con la música que les tocan porque está de moda. Como tampoco dirán lo que oídos predispuestos esperan oír. Son también imprevisibles, des­concertantes. Ellos tienen quien dé palabras a su voz y saben que no faltará la melodía que Dios quiere, y que Él suscita en cada tiempo en el corazón de los que quiere. 

Y el precio final, también lo saben. Les toca “suerte de profeta”. Sin embargo, su gloria no consistirá en entrar en contradicción, en llevar la contraria (hay locos enrevesados que hacen exactamente lo mismo). Ni siquiera es­tará su grandeza en de­rramar la propia sangre (también los suicidas la derraman). 

Su gloria estará en testificar a Cristo contra viento y marea, levantando como bandera la vida transparente de un hombre que, aunque limitado, abrió resueltamente su corazón a Dios y a sus hermanos. 

Pero si les tocara en suerte llegar hasta la sangre, estarán bien dispuestos. Pues nada su­pera la elocuencia de la propia sangre derramada.

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