El Señor habló así a Moisés: Di a la comunidad de los hijos de Israel: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo. No odiarás de corazón a tu hermano, pero reprenderás a tu prójimo, para que no cargues tú con su pecado. No te vengarás de los hijos de tu pueblo ni les guardarás rencor, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor». (Lev 19, 1-2; 17-18)

Me acerco a este texto y mis ojos se quedan clavados en la llamada fundamental del mismo: “Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”. Me sabe a promesa y a exhortación. En cualquier caso, se me propone la búsqueda de la santidad como valor definitivo. Una moral sumamente elevada. Inalcanzable para muchos. Pero no me gusta meditar frases aisladas de su contexto. Me parece peligroso. Me fijo en su contexto literario y me doy cuenta de que forma parte del llamado “Código de Santidad” (Lev 17-26), que tal vez expresa la espiritualidad del clero del templo de Jerusalén sistematizada a la vuelta del Exilio de la mano de Esdras, quien quiso reformar la fe judía bajo la tutela del llamado “movimiento sacerdotal”.

Me pregunto: ¿Programa solo cultural y espiritual o encierra algo más? A la luz de esta pregunta descubro que, en concreto, el capítulo 19, donde está ubicado nuestro texto de hoy, contiene una colección de normas éticas -(no adorar a los ídolos, no robar ni mentir, no guardar rencor ni cometer injusticias, amar al prójimo como a uno mismo)- que sirven de orientación para la vida personal y comunitaria. La santidad se verifica, así, en comportamientos éticos concretos. No se trata del cultivo de la santidad basado en una piedad individual y privada, sino un modo de existencia que abarca todos los aspectos de la vida.

La invitación que me hace el Señor es clara: “ser santo como Él es santo”. Principio básico que rige toda la espiritualidad y normativa del libro de Levítico. ¿Es posible tal ideal? ¿Cómo debo entender ese llamado? Ya que es del todo imposible ser tan santo como Él, el tres veces santo, según la presentación que de Él hace el profeta Isaías (Is 6,3), pienso que me invita más bien a ser reflejo de su santidad. Como la luz del sol que reflejada en un espejo se expande por todas partes. Pido al mismo Dios que me dé la gracia de ser ese espejo limpísimo que al recibir la luz de tu santidad la proyecta a su alrededor. No se me ocurre otra manera de ser santo como Él. Su imagen de Dios santo debe inspirar mi ser y comportamiento humano. Se me revela así la auténtica imagen del ser humano: ser reflejo de su santidad. ¿Consistirá en eso el ideal del Génesis cuando habla del hombre creado a imagen y semejanza de Dios?

Pero aún me queda una inquietud: ¿Cómo puedo yo, de manera concreta, mostrarme como reflejo de su santidad? Lo pienso, y me viene a la mente los modos como los evangelistas Mateo y Lucas me presentan este ideal. El primero me invita a ser “perfecto” como lo es Dios Padre (Mt 5,48); el otro, a ser misericordioso como también lo es Él (Lc 6,26). La santidad se me propone, así, como un camino, como una permanente búsqueda de perfectibilidad que tiene como propulsor el ejercicio de la misericordia.

Medito estas cosas y considero que, aunque se trata de un ideal muy alto, estoy invitado a perseguirlo, al igual que todos los creyentes. Yo, particularmente, siento que no debo conformarme con menos. Sería disminuir el techo de mis posibilidades.  Pero además siento que debo tratar de alcanzarlo en el realismo de la vida, en la cotidianidad del día a día y en todos los ámbitos donde me muevo, tanto profanos como religiosos, en la vida privada como en la pública, en la intimidad personal como en las relaciones, en las acciones triviales como las importantes.  Todos los espacios de mi vida, así como todas las dimensiones de mi persona, se ven orientados por este ideal de santidad. De esta manera, todo en mi vida aparece sagrado (separado para Dios), lugar de encuentro con Él.