En aquellos días, Naamán de Siria bajó al Jordán y se bañó siete veces, como había ordenado el profeta Eliseo, y su carne quedó limpia de la lepra, como la de un niño. Volvió con su comitiva y se presentó al profeta, diciendo: “Ahora reconozco que no hay dios en toda la tierra más que el de Israel. Acepta un regalo de tu servidor.” Eliseo contestó: “¡Vive Dios, a quien sirvo! No aceptaré nada.” Y aunque le insistía, lo rehusó. Naamán dijo: “Entonces, que a tu servidor le dejen llevar tierra, la carga de un par de mulas; porque en adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios a otros dioses fuera del Señor.” (2Reyes 5, 14-17).

De Eliseo, como tampoco de Elías, tenemos discursos u oráculos como en los llamados “profetas escritores”, es decir, aquellos de los que tenemos libros bajo su nombre, como es el caso de Amós, Oseas, Isaías, Jeremías, Ezequiel, etc. De Elías y Eliseo se nos cuentan historias, las cuales aparecen insertadas en una historia mayor, como es la de los reyes de Israel. De hecho, el ciclo de textos que se refiere a ellos está contenido en los libros Primero y Segundo de Reyes. Los relatos donde aparecen estos dos profetas nos cuentan sobre ellos; nunca hablan en primera persona sobre otros, como sí hacen los “profetas escritores”. Algo muy singular en ellos es que realizan milagros, como es el caso de hoy; cosa que no sucede con los otros.

En efecto, Naamán había ido donde Eliseo para que este le curara de la lepra. Hoy nos lo encontramos haciendo lo recomendado por el profeta: bañarse siete veces en el río Jordán. Los resultados positivos se vieron inmediatamente. He ahí uno de los varios milagros que se atribuyen a este profeta; otros tantos se nos narran de su predecesor y maestro, Elías. La función de los milagros en la historia de estos dos profetas es mostrar el poder de Dios manifestado en ellos, además de ser garantía de la veracidad de su ministerio. Las palabras que pronuncia Naamán dan cuenta de eso: “Ahora reconozco que no hay dios en toda la tierra más que el de Israel”. Pero no solo eso, también muestran a un Dios que se interesa en la vida de la gente. “El contraste entre este Dios y el cananeo Baal es permanente. El mensaje es que el Dios de Israel es aquel que se revela en la acción de estos profetas y se muestra cerca de las necesidades y angustias de su pueblo, tanto en las cuestiones colectivas como en las del ámbito personal” (Pablo R. Andiñach). El significado del nombre de Eliseo así lo indica: “Dios ayuda”.

En el relato que nos ocupa aparece otro elemento digno de resaltar: el universalismo de la salvación otorgada por Dios. Recordemos que Naamán es jefe del ejército del rey de Aram (en la actual Siria). En él se verifica que también hay salvación para los extranjeros y Dios es también su Dios. Con la curación de este general extranjero Dios rompe los esquemas religiosos de su pueblo, amplía el horizonte de su acción. A él le interesa la vida de la persona sin importar su condición y procedencia. Es algo de lo que se hace consciente su enviado. El profeta no es más que su voz y su testigo. “¡Vive Dios, a quien sirvo! No aceptaré nada”, es la respuesta de Eliseo cuando Naamán quiere darle una compensación económica por la curación recibida. Primero se reconoce nada más que un servidor de Dios; el milagro no se debe a su destreza personal. La no aceptación del regalo es muestra de que lo sucedido no es obra suya. No hay razón para recibir una compensación cuando él no ha hecho más que ser mediador de la salvación de Dios para aquel extranjero.

Pero si nos fijamos el universalismo que aquí aparece es un universalismo centrípeto. Es cierto que se supera la barrera étnica, pero el centro sigue siendo Israel: hacia allí debe desplazarse el general sirio Naamán, es en las aguas del Jordán que debe bañarse para obtener la curación, y, al final, se lleva unas cargas de tierra (¡de la Tierra Santa!) para rendir culto al Dios de Israel. Los profetas posexílicos insistirán que hacia Jerusalén o el monte Sion confluirán todas las naciones de la tierra para gozar de la salvación de Dios. Solo hasta que llegue Jesucristo ese universalismo dejará de ser centrípeto para convertirse en centrífugo: el mensaje partirá desde Jerusalén y se expandirá por todo el mundo. Esa es la dinámica narrativa que, por ejemplo, desarrollará el libro de los Hechos de los Apóstoles. 

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