En aquellos días, el Señor dijo a Moisés: “Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado. Se han hecho un novillo de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman: “Éste es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto.”” Y el Señor añadió a Moisés: “Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Por eso, déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo.” Entonces Moisés suplicó al Señor, su Dios: “¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto con gran poder y mano robusta? ¿Acaso vas a permitir que los egipcios digan: “Con malos fines los sacó Dios; lo hizo para matarlos en las montañas y borrarlos de la faz de la tierra?” No te dejes llevar por la ira y renuncia al castigo que pensabas para tu pueblo. Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo, diciendo: “Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre.”” Y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo. (Éxodo 32,7-14)

Para entender mejor este texto que se nos propone como primera lectura es importante que nos fijemos tanto en su contexto literario como en su contexto histórico. El texto aparece en el capítulo 32 del libro del Éxodo, insertado en medio de dos bloques literarios que formarían una unidad si no fuera por esa interrupción. En Éx 25-31 el autor proyecta la construcción del santuario y en Éx 35-40 narra su realización. Tenemos, entonces, que entre el proyecto de la construcción del santuario de Dios y su realización se interpone la escena del becerro de oro. El santuario no es más que un palacio dedicado al soberano del universo, Yahvé. Con el becerro de oro el pueblo elige otro soberano, más cercano y visible, que Yahvé. ¿Cómo han llegado hasta ese extremo? Digamos algo al respecto.

Dios los ha liberado de la esclavitud de Egipto y los ha llevado hasta la montaña santa, el Sinaí. Allí les ha propuesto una alianza que ha sido aceptada por el pueblo. Dicha alianza aparece formulada una y otra vez de manera contundente: “ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios”. Yahvé pide a Moisés que suba al monte para darle las instrucciones para la construcción del santuario, que vendría siendo el palacio real de Dios en medio de su pueblo. Moisés, al parecer del pueblo, se tarda demasiado en bajar; el texto dice cuarenta días y cuarenta noches. Su ausencia se les hace demasiado larga. Ante el silencio de Dios, o mejor, ante su ausencia y la ausencia de su mediador, el pueblo pide a Aarón que le fabrique un Dios que ellos puedan ver, tan cercado que lo puedan tocar con sus propias manos. ¡Cómo le encanta al hombre tener un Dios hecho a su medida, que pueda manipular, que pueda tomar en sus propias manos!

Y aquí es donde comienza nuestro texto de hoy. Dándose cuenta de lo ocurrido, Dios envía a Moisés y a su ayudante Josué al campamento para que pongan orden a la situación. Las palabras utilizadas por Dios dejan ver que no se trata de “su” pueblo; sino del pueblo de Moisés. Dios le retira su paternidad: “’Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto”. Estas palabras sonarían tan duras a los oídos de Moisés que inmediatamente intercede ante Dios y lo convence de que no destruya al pueblo. Lo hace utilizando dos argumentos. Primero apela al honor de Dios, a su orgullo, a lo que podrían decir los egipcios de él; y de paso le deja claro que el pueblo no es suyo (de Moisés), sino de Él: “¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto con gran poder y mano robusta? ¿Acaso vas a permitir que los egipcios digan: “Con malos fines los sacó Dios; lo hizo para matarlos en las montañas y borrarlos de la faz de la tierra?”.

El segundo argumento utilizado por Moisés es recordarle a Dios la promesa que había hecho a los patriarcas: “Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo…”. ¿Qué es lo que les había prometido? Una larga descendencia, “como las estrellas del cielo”. Si ahora aniquila al pueblo estaría imposibilitando el cumplimiento de la misma. Un autor nos hace caer en la cuenta de que aquí “Moisés se presenta como la memoria de Dios”. Moisés le pide que respete dos valores fundamentales que sostienen las sociedades de aquella época: el honor y la vergüenza.

¿Qué significaba el becerro de oro y por qué Dios consideró tan grave este pecado hasta el punto de mostrarse dispuesto a quebrantar la promesa que había hecho a Abraham, Isaac y Jacob? El becerro pretendió ser la “objetivación” de Dios, un signo visible de su presencia. El pecado está en haberse fabricado ellos mismos ese signo. Es como si Israel se hiciera su Dios, lo hiciera dependiente de él, cuando en realidad debe ser al revés, es Dios quien hace a su pueblo. Hacerse un Dios a su medida es una manipulación de lo sagrado. Además, el becerro era de metal precioso, de oro; metal duradero, sólido, permanente. Es una pieza que representa un valor supremo. Dios evade identificarse con esos valores. Por último, en el mundo antiguo el becerro es signo de fertilidad y fecundidad; es posible que con él los israelitas quisieran expresar que no estaban dispuestos a sufrir más hambre. Al rechazar a Dios y hacer un Dios a su medida, el pueblo está renegando de su Señor y se está fabricando su propio Dios. Eso es idolatría, algo que el verdadero Dios no tolera.

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