En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido, movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo… Lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse.” (Hechos de los apóstoles 1, 1-11)

“En mi primer libro…” Así comienza Hechos de los Apóstoles. ¿Cuál es ese primer libro? El consenso general sostiene que se trata del Evangelio según san Lucas. En ambos libros aparecen indicios que revelan que se trata de una obra en dos volúmenes. El primero, el evangelio, narra la vida y ministerio de Jesús, mientras que el segundo se centra en los comienzos de la Iglesia naciente. En ambos aparece Teófilo como destinatario de la obra (ver Lc 1,1-4). Ninguno de los dos libros nos dice quién fue su autor; sin embargo, desde el siglo II tenemos testimonios que lo atribuyen a Lucas, a quien en la tradición paulina se le llama “el querido médico” (Col 4,14, 2Tim 4,11; Flp 24). En nuestros días, algunos investigadores, basándose en análisis computacional de ambos libros, han comenzado a plantear la posibilidad de que sean de distintos autores. En todo caso, siempre importará más el mensaje que la autoría.

El libro de Hechos, tal como verificamos en el texto que aparece más arriba, comienza haciendo memoria de Jesús. Lo que indica que la comunidad cristiana surgida tras la experiencia de resurrección no pudo comprenderse a sí misma sino en relación con la vida y ministerio del Nazareno. La causa de Jesús se prolonga en sus seguidores y estos jamás podrán hacer su camino sin referencia a él, especialmente a su muerte y resurrección.

Como es obvio, Lucas comienza el segundo volumen de su obra relatando el acontecimiento de la ascensión. Se trata de un “acontecimiento bisagra” entre el evangelio y Hechos, entre la vida y ministerio de Jesús y la vida y ministerio de la Iglesia naciente. De esta forma da cuenta de la entronización de Jesucristo en el ámbito de Dios y la responsabilidad que deben asumir sus seguidores para continuar expandiendo su mensaje “en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8). La elevación de Jesús al cielo muestra que la muerte en cruz no ha tenido la última palabra. El Padre lo ha resucitado y lo ha glorificado de tal manera que ahora vive junto a él.

Con su ascensión al cielo Jesucristo comienza a estar presente entre los suyos con las mismas características que Dios, especialmente la de la presencia-ausencia. Esto es, está presente en medio de los suyos a pesar de su ausencia física. Es lo que ha venido a llamarse “teología lucana de la ausencia”. Con la ascensión se da la partida y subsiguiente ausencia de Jesús en la tierra para hacerse presente en su nombre. Será en su nombre que los nuevos integrantes de la comunidad serán bautizados y será también en su nombre que los apóstoles realizarán obras milagrosas. Incluso, uno de los reproches más fuerte que se les hará a sus discípulos será estar “enseñando en nombre de ese”.

Por otro lado, la ascensión, tal como la narra Lucas, presupone una cosmología, una comprensión particular del mundo, en la que el cielo se concibe como situado “en lo alto”. En una comprensión así, “ir al cielo” se concibe como “ser elevado”. Esa es la mentalidad y visión del mundo de la época. No obstante, lo más importante en el relato de la Ascensión es su significación teológica. Con ella se nos quiere decir que Jesús no solo fue resucitado, sino que también fue exaltado al cielo. Aquel que había sido resucitado de entre los muertos ahora es exaltado al cielo. Para afirmar esa verdad teológica es que el autor arma esta narración.

Es muy posible que la fe en la resurrección de Jesús de entre los muertos y de su exaltación al cielo sea el origen del reconocimiento de su dignidad como Señor. Si esto es así, podríamos afirmar que para la fe cristiana Jesucristo queda constituido como Señor por su resurrección y exaltación. Un indicio de esto lo encontramos en Hch 2,36: “Dios lo ha hecho Señor y Cristo”. Esta afirmación encierra la idea de que a Jesús le fue conferida la categoría de Señor como consecuencia de su exaltación.

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