En aquellos días, el Señor dijo a Josué: “Hoy os he despojado del oprobio de Egipto.” Los israelitas acamparon en Guilgal y celebraron la Pascua al atardecer del día catorce del mes, en la estepa de Jericó. El día siguiente a la Pascua, ese mismo día, comieron del fruto de la tierra: panes ázimos y espigas fritas. Cuando comenzaron a comer del fruto de la tierra, cesó el maná. Los israelitas ya no tuvieron maná, sino que aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán. (Josué 5, 9a. 10-12)

Muerto Moisés, antes de entrar a la Tierra Prometida, Dios elige a Josué (cuyo nombre significa “Dios salva”) para proseguir y llevar a término la misión de conducir al pueblo hasta las tierras de Canaán. En adelante el interlocutor de Dios será este joven guerrero de quién se había dicho en Éxodo 33,11 que “no se apartaba del interior de la Tienda” [lugar del encuentro con Dios].  Y a quien Yahvé le promete: “Como estuve con Moisés, estaré contigo. No te abandonaré. Sé firme y valiente. Pasa con el pueblo el Jordán hacia esa tierra que pienso darles” (Jos 1, 1-9). Dios siempre se vale de seres humanos concretos para llevar a cabo sus obras. Pasan uno y llegan otros. La historia de la salvación no se detiene.

El libro de Josué nos ofrece una “historia teologizada” de la conquista de la tierra. “Es un relato que se apoya en la historia para construir un discurso teológico cuyo fin es transmitir un mensaje sobre la acción de Dios en los hechos históricos”. Con “historia teologizada” queremos decir que el autor pretende mostrar que es Dios quien entrega la tierra a los israelitas. Es Yahvé el protagonista de esta historia. La tierra es un don, un regalo de Dios.  En otras palabras, los autores del libro de Josué, con los “datos” históricos que tienen en sus manos, escriben una confesión de fe en Yahvé resaltando dos elementos: es un Dios liberador y un Dios que da una tierra para la realización del ser humano. Insisto, el libro de Josué no es un libro de historia propiamente dicho, es una narración para consolidar la fe de los israelitas en su Dios salvador.

La narración comienza con el ingreso del pueblo de Israel en la Tierra Prometida (Canaán) y termina con el reparto de la tierra y asentamiento de las tribus en ese territorio. En la antigüedad, y por lo tanto también en el pensamiento bíblico, un pueblo alcanzaba su plena constitución cuando se hacía poseedor de una tierra donde pudiera establecerse. Al conquistar la Tierra Prometida, Israel pasa de ser una suma de tribus a un pueblo plenamente constituido.

En el texto que se nos ofrece hoy destacan dos elementos: la celebración de la Pascua y la fiesta de los Ázimos en los campos de Jericó (en un lugar llamado Guilgal, que podría significar “montón de piedra”, “piedra redonda” o “colina redonda”, lo que da la idea de un lugar de culto) y el cese de la caída del maná debido a que ya poseen una tierra que pueden cultivar para su propio sustento. La fiesta de los Ázimos, que celebra la siega del trigo, prolonga, en cierta manera, la Pascua durante una semana. Esta idea, la de prolongar una fiesta durante toda una semana, será recogida por la liturgia cristiana, llamándola “Octava”. Así tendremos “Octava de Pascua” y “Octava de Navidad”.

Insisto en la afirmación “comieron del fruto de la tierra” porque me parece de cierta importancia. Durante la travesía por el desierto, cuando el pueblo no tenía la posibilidad de obtener frutos de la tierra, tanto por la calidad del suelo como por “ir de paso”, Dios le da “pan del cielo”, el maná. Ahora que poseen una tierra buena, “que mana leche y miel”, cultivable, es el mismo pueblo que debe diligenciar sus frutos. Al tener acceso a los productos de la tierra, el maná desaparece. Dios solo interviene en momentos extraordinarios, en la vida ordinaria es el mismo hombre quien debe diligenciarse su propio pan. El maná queda sustituido por los frutos de la tierra. Los frutos de la tierra son una realidad nueva que desplaza el antiguo maná, así como la posesión de la tierra deja atrás la vida errante. Pero esto no quiere decir que ya Dios no está presente en medio de su pueblo, lo sigue estando en su divina providencia y en la bondad de la tierra. Al fin y al cabo, la tierra es un regalo suyo.

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