Monseñor Freddy Bretón

No puedo ya recordar todo lo referente a mi llegada a Santiago, pero fue impresionante el número de personas que pasó a saludarme, y las llamadas telefónicas no se cuentan, hasta de fuera del país. Tuve que recibir personas en mi oficina hasta de tarde, y según me dicen, ni Mons. Flores ni Mons. De la Rosa tuvieron que hacer algo semejante. Muchas personas del lugar donde me crié, lo mismo que de las parroquias en las que trabajé del Santiago actual o las que ahora pertenecen a Puerto Plata. Así pasaron las hijas de Cayetano Jiménez (Tano) y de Pulina, vecinos de mi casa en Licey San José. Todas viven fuera del país, vinieron y aprovecharon  para saludarme.

Fueron a la Catedral y de ahí pasaron al Arzobispado y, por suerte, pude recibirlas. Una de ellas, Valeria, que era muy cercana a mi familia, dijo que ahora llevaría la noticia, pues por Licey San José se decía que yo no recibía a nadie. Por supuesto, tuvimos que organizar un poco los encuentros, debido precisamente al número de personas que querían ver a su vecino, condiscípulo, conocido… que era yo. Una de las primeras en venir fue doña Mariana Onofre de Fernández, mi profesora de séptimo curso, con la que me saqué una flamante fotografía. Lo mismo hice con doña Gloria Taveras, a quien visité en Moca, mi profesora de tercer curso de primaria. Esos encuentros fueron muy significativos para mí.

Celebrar, por ejemplo, en la capilla del Rosario, vecina a la casa de los viejos y encontrar de nuevo a Yoya (Ana María) la de Liva que, cuando yo era un jovencito recién ingresado en el seminario menor San Pío X, me escuchó hablar por radio en el programa vocacional que dirigía el padre Felipe (Fello) y me felicitó como si se tratara de algo muy grande. Yo estuve asustadísimo en ese programa (era mi primera vez en la radio), y ahora, volver a encontrar a la misma Yoya, después de haber recorrido yo un largo camino, es algo que hace pensar y tener gratitud hacia las personas que han estimulado nuestro crecimiento. A pocos días de llegar a Santiago me envió un recado Bola (Ana Antonia Guerrero) la de René Guzmán. Quería verme antes de morir. De inmediato fui a visitarla. En Canca la Reina he encontrado —aparte del primo Radhamés y las tías Fonsa, Teté y sus hijas— a los condiscípulos Aladino, Roberto y Américo (Morao). Virgilio vive fuera del país. Pregunté por él y estaba en ese momento en La Reina, pero no pudimos vernos. La prima y condiscípula Alejita Méndez estuvo con su esposo en una misa que presidí en La Reina y nos alegramos mutuamente del encuentro. Al poco tiempo me avisaron que había fallecido en Estados Unidos. Pude ir al santuario de La Reina de los Ángeles, en Canca, a celebrar la misa de su novenario.

 

Me llevé una sorpresa en mi primera visita a Navarrete. Estaba esperándome con algo en las manos Guillermina Frías, una de las jovencitas de pastoral juvenil de Altamira, cuando yo caminaba por esos mundos. Participaba en el grupo juvenil junto a sus hermanas Benita y Adela y un hermano. Lo que ahora traía en las manos, envuelto en papel, no lo hubiera adivinado yo ni en mil oportunidades. Se trataba de una muñeca de tela, típica colombiana, que en el año 1980 traje de Colombia a ella y a Adela, por ser las más jóvenes del grupo de pastoral. No olvido la tremenda impresión que me llevé al ver a Guilla, madre de varios hijos,  mostrándome ahora, de repente, su muñeca tan bien conservada con tanto cariño. Esos fueron tiempos inolvidables.

Pero la lista sería interminable si menciono uno por uno los encuentros. La actitud predominante de la gente frente a mí ha sido la de alegrarse, y la de ayudarme haciendo la carga lo más llevadera posible. Dios conoce a cada uno por su nombre y no dejará sin recompensa tanta generosidad hacia mí. Y esto vale tanto para los fieles laicos como para sacerdotes, religiosas, diáconos, presidentes de asamblea… Otra bendición grande ha sido la cercanía de mi familia.

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