“Así dice el Señor: “Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará. Promoverá fielmente el derecho, no vacilará ni se quebrará, hasta implantar el derecho en la tierra, y sus leyes que esperan las islas. Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he cogido de la mano, te he formado, y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones. Para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan en las tinieblas.”” (Isaías 42, 1-4.6-7)

Hoy, día de mi cumpleaños, siento que este texto es un regalo que Dios me hace, que lo propone para mí. Pienso eso dado que los especialistas no se ponen de acuerdo en identificar quién es esa figura enigmática y desconcertante que llama “mi siervo”. El Nuevo Testamento verá el anuncio profético del ministerio y la pasión de Jesús; se le aplica de manera especial en el momento de su bautismo. Estoy seguro que el día de mi bautismo Dios también dijo cosas parecidas sobre mí, como igualmente lo habrá hecho con quien está leyendo estas líneas en esa misma ocasión.

Por mi parte, quiero en este día sentir que habla de mí, de mi elección, puro don de la generosidad divina, de mis luchas y mis compromisos. Tomo este mensaje como una postal que Dios me envía para la ocasión. ¡Cuánto lo agradezco! ¡Cuántas cosas hermosas dice sobre mí! Siento que se refiere a mí cuando dice: “Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero… Te he llamado, te he cogido de la mano, te he formado”. Pienso que dice todo eso de mí y me estremezco. Me siento llamado, elegido, preferido, sostenido de la mano por Dios. Todo es pura gracia; nada merecido. El mérito es solo suyo.

Medito con calma estas cosas, y me pregunto: ¿será posible que Dios pueda decir semejantes cosas de una persona tan insignificante como yo? ¿Será que Dios ve en mí cosas tan grandiosas de las que ni yo mismo soy consciente?  Lo pienso y no dejo de maravillarme. Dejo brotar una oración de acción de gracias. Todo lo que soy y tengo lo he recibido por pura generosidad divina. ¡Gracias, Señor, por tanta delicadeza!

Pero también, ¡cómo me exige que renueve mi compromiso con Él y con los demás! Vuelvo a leer detenidamente el texto, y veo que los títulos “siervo” y “elegido” van de la mano, anverso y reverso de una misma página. El siervo es elegido para una misión concreta: ser mediador de la salvación de Dios para “todas las naciones”. Para que el siervo cumpla su misión Dios ha puesto en él su espíritu. La presencia de su espíritu en él no dejará que desfallezca o desmaye. Su misión la realizará respetuosamente, con paciencia y sin violencia, respetando los límites de cada uno de sus destinatarios. Siento que también a eso me llama en este día.

Todo esto me causa inquietud, por eso vuelvo a preguntarme: ¿será mucha pretensión que me sienta hoy identificado con ese “siervo”? Tal vez no, dado que soy tan vulnerable como él y estoy tan expuesto como lo está él. Al igual que él tengo la convicción de que estoy al servicio del Dios de la vida, y que la única arma que poseo es su Palabra y que proclamarla o hacerla realidad solo es posible por la fuerza de su espíritu en mí. 

Sobre todo, no pierdo la conciencia de haber sido elegido, llamado, por puro amor suyo; por eso vuelvo sobre la parte que más me impacta del texto: “Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he cogido de la mano, te he formado, y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones”. Y repaso, una vez más, la misión: “abrir los ojos a los ciegos, sacar de la cárcel a los cautivos y del calabozo a los que habitan las tinieblas”. Proclamar a todos ellos la salvación. Estoy claro que, como el “siervo”, no actúo por propia iniciativa, mi accionar está motivado por la presencia de su espíritu en mí. Mi misión, como la de él, no consiste en hacer cosas extraordinarias ni llamativas, como elevar demasiado la voz o dar gritos; tampoco en aplastar lo que está vacilante, como terminar de romper la caña que está ya quebrada o apagar por completo la mecha que languidece, sino que consiste en sembrar su Palabra en todas partes, especialmente donde pretende imponerse la oscuridad. El Señor me dé la gracia de no desfallecer en tan exigente tarea.

3 COMENTARIOS