Pbro. Isaac García de la Cruz

El Concilio Vaticano II significó para la Iglesia el fin de la Era Constantinopolitana. El Edicto de Milán del 313 perimió formalmente el 8 de diciembre del 1965 cuando el Papa Pablo VI y los Padres conciliares cerraron las puertas de la Sala Conciliar y fueron aprobados todos los documentos del magno evento eclesial, iniciado solemnemente, en la Plaza San Pedro, el 11 octubre del 1962, presidido por el Papa Juan XXIII, quien convocó el concilio.

Esta clausura constituyó el “inicio del inicio” de la actualización de la Iglesia, la cual, a partir de ese momento, se veía compelida a dialogar y convivir armónicamente con un mundo vanguardista, que cada día desafía sus propios límites.

El enfoque eclesiológico que se debatió en las sesiones conciliares aportó un nuevo rostro a la Iglesia; se rompe con la acostumbrada apología medieval, que procuraba defender tanto la Iglesia y su estructura que, más que cuidarla, la enfrentaba con el mundo al que debía servir y, con el cual, tenía que convivir irremediablemente, en vez de alejarse de él.

El Concilio Vaticano I convocado por el Papa Pío IX en el 1868 quedó inconcluso en el 1870 a causa de la Guerra franco-prusiana, sin embargo, ya se habían aprobado dos documentos: las Constituciones Dogmáticas Dei Filius (24.04.1870) y Pastor Aeternus (18.07.1870) donde se pronunciaron los últimos anatemas de la Iglesia.

Después de delinear el rol del Primado de Pedro y la infalibilidad del Papa, al concluir la breve redacción de sus cuatro capítulos, la Pastor Aeternus, pronuncia el cuarto anatema de la Constitución Apostólica y el último en la historia de la Iglesia, que reza así: “Si alguien, por tanto, tuviera la presunción de oponerse a nuestra definición [infalibilidad del Papa], ¡Dios no lo quiera: sea anatema!”.

El Concilio Vaticano II, no pronuncia ninguna condena, con lo que cambia el lenguaje y la forma de la Iglesia relacionarse con sus propios fieles y con su entorno; este sabio viraje que propició el Papa Bueno y los teólogos presentes en el concilio, le otorgó a la Iglesia una mejor oxigenación del ambiente intraeclesial y asumió una nueva visión respecto a los acontecimientos que acaecían en ella y en el mundo; esto hizo que, quienes la observaban desde la Atalaya, empezaran a valorarla en un modo más positivo.

Me surge espontáneo pedir en oración al Señor que nunca jamás ni en el Magisterio ni en la teología ni en las homilías ni en las catequesis actuales o futuras se escuche un anatema más, hacia dentro o fuera de la Iglesia; ella no está autorizada para condenar, sino que, como instrumento del Reino, es “sacramento universal de salvación” (Lumen Gentium, 48), prolongando la misma misión de Jesús y que él, en persona, le ha confiado (Mt 28,20); quien, a su vez, dijo: “No he venido para juzgar el mundo, sino para salvar el mundo” (Jn 12,47). El mundo y la Iglesia han cambiado y es menester que entre en la conciencia de todos.

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