De seguro usted ha asistido a alguna conferencia donde el “turno de preguntas” resulta desagradable y jocoso al mismo tiempo. Naturalmente, esto siempre y cuando usted no sea un “preguntón consuetudinario”, en cuyo caso, perdone si le ofendo. Y, por favor, no me cuestione desde ya, que usted desconoce lo que escribiré.

Antes de iniciar el discurso, ya hay personas dispuestas a participar al final del mismo, aunque no sepan de qué tratará el disertante o si estarán o no de acuerdo con lo que expontrá. Los intrépidos necios mueren si no abren la boca.

Y así los vemos nerviosos durante el acto, escribiendo en un papelito, meneando la cabeza en señal de aprobación o disgusto, comentando con el de al lado lo que se les ocurra, con una crítica envidiosa sobre lo que escuchan y ansiosos de que acabe el discurso principal para estrenar el suyo.

Y desde que el orador dice “muchas gracias”, sin terminar el aplauso de la concurrencia, nuestros protagonistas alzan la mano y la mueven como molinos para que los tomen en cuenta. Y luego, sin importarles que les hayan dado o no la oportunidad de expresarse, son los primeros que se levantan de sus asientos dizque para preguntar. Aquí empieza el martirio.

Si son hombres, previo a su perorata, se arreglan la corbata y estiran la chaqueta desde la parte de abajo, lo que no tiene lógica. Si son mujeres, acarician su pelo y les brota un cantadito argentino.

Arrancan tosiendo un poco para aclarar la voz. Felicitan al expositor, pero de inmediato lo contradicen, para que todos sepan que dominan el tema más que nadie. Y continúan un recuento de opiniones aéreas, desorganizadas, citando frases de famosos para demostrar que son intelectuales y promotores de la cultura.

Después de tres minutos manifestándose, el público los mira mal; pero ellos, en su narcisismo oratorio, no se dan cuenta y juran que están impartiendo cátedra, que son los únicos genios en el escenario Y siguen los ingratos hablando con emoción y falta de sentido común. A los cinco minutos de cacareo o formulan una pregunta sin sentido o declaran, esos desvergonzados, que tomaron la palabra exclusivamente para compartir sus inquietudes con el auditorio.

Y, para colmo, nuestros parlanchines son los primeros que se burlan cuando otros hacen lo mismo: “Oye, ese tipo si dice disparates, se cree que sabe mucho”, afirman en su entorno, con risa burlona, esperando aprobación.

Por todo ello, suelo retirarme veloz del escenario cuando llega el famoso “turno de preguntas” (que realmente no buscan respuestas) el cual, hablando en serio, debería llamarse “la tanda de las miniconferencias de los insensatos”.

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