Un accidente en las proximidades de Villa Altagracia

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Un accidente en las proximidades de Villa Altagracia

Estrecheces en el Seminario

Cansado de tanto fasti­dio, hice lo que no pensaba hacer jamás: ad­quirí –por medio de un préstamo– un carro personal. Pocos días después me die­ron la noticia de que el San­to Padre me nombraba Obispo de Baní.

Estaba precisamente yo junto a mi carro nuevo, al lado de la capillita del Per­petuo Socorro, en el Semi­nario, cuando pasó Mons. Rafael Bello Peguero y me dijo: “Ya veo que no eres tú el que va de obispo de Baní”. Y aunque yo sabía ya de mi designación, le contesté: “Ya lo ves.” El carro nuevo me sirvió para despistar al amigo Bello Pe­guero.

Ha de saberse que hacía algún tiempo que corrían comentarios y bromas res­pecto a quién sería el obispo de Baní; a mí me señalaban también para otras diócesis. Tanto creció el volumen de las bromas, que yo llegué a enfadarme; si no, que lo diga el ahora padre Marco Pérez, a quien se le pegó uno de mis boches.

Pero en algún momento, el asunto era tratado jocosamente entre los mismos For­madores; yo llegué a hacerle sugerencias al padre Dió­medes Espinal, para su escudo como obispo de Baní; debía contener algún mango… Incluso iniciamos, entre los dos, la composición del discurso de su toma de posesión, centrado también en el tema de los mangos: “…y quien crea que va a coger los mangos bajitos…”.

Ambos estábamos muy lejos de la realidad.

Breve experiencia banileja

El 23 de enero de 1987 había concelebrado yo en la Eucaristía de toma de pose­sión de Mons. Príamo Te­je­da como primer Obispo de Baní. Se congregó una gran multitud en el parque y en la plazoleta del Ayuntamiento (en el mismo lugar donde yo fui ordenado y tomé pose­sión once años después). Estuvo presente el Cardenal Beras, por lo que Mons. Príamo dijo unas emocio­nadas palabras acerca de él; creo que lo llamó querido viejo sabio, o algo así.

También recuerdo que citó en sus palabras al poeta español José María Pemán.

La ceremonia fue larga, por lo que nos retiramos casi oscureciendo. Para completar, cuando llegamos al puente Lucas Díaz sobre el río Nizao, no había paso. Estábamos sudados y con deseo de llegar a casa, pero se había quedado atascado en la parte superior del puente de metal un gran camión de furgones. Ya era plena noche cuando logra­ron desatascarlo.

 

Un accidente en las proximidades de Villa Altagracia

A la casa de mi familia en Licey iba desde el Semi­nario cuando podía (una vez cada dos meses…). Hacia allá iba precisamente el viernes 7 de febrero del 1986 (el mismo día que Jean Claude Duvalier salió de Haití). Llevaba dos semina­ristas, Diómedes Ángeles y Julio Genao; y también al­gunas cosas para la casa de mi familia, recién construida. La autopista Duarte estaba en reconstrucción; en unas partes estaba desbara­tada, en otras quedaban paños de codofalto (especie de cemento). Ante la nece­dad de una guagua voladora que no me cedía el paso, me lancé imprudentemente a re­basarla por el lado izquierdo; todo bien, menos el bor­de de uno de los paños de cemento: las dos ruedas de­lanteras entraron bien, pero no así las traseras, que pro­vocaron el vuelco del aparato. Gracias a Dios no cho­camos con nadie, pero en las volteretas, la camioneta fue a quedar con las ruedas hacia arriba, suspendida la cama por el borde sobre el alto encachado de la cuneta. En el momento de las volte­retas solo atiné a decir: “Santo Dios.” Quedamos patas arriba. Llamé de in­mediato a los seminaristas: Julito respondió, pero Dió­medes no. Pensé lo peor. Luego supe que no respon­dió porque ya estaba afuera, por lo que no podía oírme.

A Julito se le rompió un poco la manga de la camisa a la altura del hombro derecho y se le arañó algo la piel –iba en la puerta delantera–; a mí se me retorció un poco el pie derecho entre los pe­dales. Estábamos casi llegando a Villa Altagracia. Se detuvieron muchos vehículos; incluso el buen Padre Daniel Cruz Inoa bajó de su cepillo con el rosario en la mano, preguntándome quién se había accidentado. Con él despaché los dos se­minaristas. Un señor ató –sin yo pedírselo– la camio­neta a su camión y la llevó al patio de la casa curial; nos asistió el párroco de Villa y compañero de seminario, el Padre Juan García.

El vidrio delantero se desmoronó (la cabina no se aplastó por completo por haber quedado el vehículo enganchado en el alto borde del encachado, como dije).

Un señor despegó una imagencita de la Virgen de Altagracia, que alguien ha­bía adherido al vidrio de­lantero, en lugar inconveniente para mi estatura; la traía entre el hueco de las dos manos cuando lo vi salir de la cuneta. Le dije: “Ah, encontró algo”. Pero no me contestó nada.

Cuando fui al cuartel de la policía a reportar el caso, el comandante, de buenas a primeras, abriendo la cami­sa y metiéndose la mano por el pecho, me dijo: “El que se pega de esta, no fracasa”, refiriéndose a una imagencita de la Altagracia muy bo­nita, en relieve, como en forma de camafeo romano que llevaba prendida a la camisilla.

Llamé por teléfono a mi casa, para decir por qué no había llegado. La Hermana Carmen Dolores Díaz me preparó ácido bórico con agua caliente, para unas pe­lotitas que me salieron en la cara. Fue entonces la última vez que me dio jaqueca o migraña, que hacía tiempo que no me daba. Cuando por fin pude volver a mi casa, a Licey, me dijo papá que hacía algún tiempo se había soñado que yo había tenido un accidente; al ver­me saliendo de una barranca, me preguntó en el sueño qué me había pasado, y yo le había contestado: “La Virgen de Altagracia me salvó”.

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