Al Padre Eduardo Martín Ortiz a 25 años de su deceso

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(En ocasión del traslado de sus restos mortales a la Parroquia La Resurrección del Señor del sector Los Ciruelitos)

Domingo Alberto Domínguez

Escribir sobre el padre Eduardo Martin Ortiz es una tarea ardua por las múltiples facetas de su vida sacerdotal. Desde todos los estratos, durante más de dos décadas la Iglesia dominicana tuvo el privilegio de contar con una de las mentes más brillante del quehacer intelectual y académico del país, además de ser una de las almas con mayor sensibilidad social al servicio de las causas más necesitadas.

Era muy joven cuando se egresó de la Pontificia Universidad Gregoriana en Roma, al obtener el título de Doctor en Teología cuando a la vez sintió otro llamado especial que definiría su labor pastoral durante toda su vida: la actividad misionera. Desde la Diócesis de Zamora ya cargaba con las inquietudes sociales para luego empezar una larga travesía que tendría un último puerto en República Dominicana, viaje que emprendió en 1972 junto a sus hermanos misioneros que le acompañaron, como lo fueron Pedro Mahamud, David Téllez, Carlos Rodríguez, Carlos Ponce, Ramón Dubert, y otros, por vía del Instituto Español de Misiones Extranjeras.

La necesidad pastoral de la Diócesis de Santiago de los Caballeros de entonces llevó a este grupo trasladase desde Santo Domingo, lugar donde inicialmente se asentaron, llegando con la visión de formar comunidades eclesiales. La realidad socioeconómica de algunas comunidades de Santiago fue un factor determinante para forjar un apostolado mediante el que dieron respuestas a las problemáticas de varios sectores. Le tocó a Mahamud dirigir la zona del Ensanche Libertad que incluía diversas comunidades, entre ellas la comunidad de Los Ciruelitos, en donde el Padre Eduardo desarrolló su labor pastoral.

Entregado a su nueva causa, Eduardo sintió que había trabajo qué hacer, por lo que se hizo parte fundamental de la comunidad, desarrollando su trabajo apostólico a través de la conformación de grupos de catequesis que constituyeron el pilar de su obra misionera. La formación ofrecida a los comunitarios inspiró la conformación de varios grupos de base que sirvieron como plataforma para la organización de la capilla, movimientos como Catequistas, Cursillistas de Cristiandad, Apostolado de la Oración, e inclusive, los movimientos de jóvenes como la Pastoral Juvenil. En ese sentido, la visión de formar comunidades fue una apuesta a llevar el evangelio, sino también una incidencia en el aspecto social, teniendo estos movimientos una gran impacto en la transformación de la realidad social del sector.

El Eduardo misionero es complementado con el intelectual, destacando por sus magistrales cátedras en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra de Santiago, donde impartía las asignaturas de Sagradas Escrituras, Antropología Cristiana, Moral Médica y otras afines, colaborando a su vez en el establecimiento del Departamento de Estudios Teológicos, así en el diseño de los programas de dicho departamento de la universidad, siendo director hasta que su salud se lo permitió. Muchos ex alumnos lo recuerdan por su alto nivel de exigencia y de excelencia académica, sobremanera queda en la memoria colectiva estudiantil los conversatorios denominados Universidad, Cultura y Educación donde se analizaban casos desde una perspectiva filosófica y teológicas. En esa misma coyuntura académica ayudó a muchos jóvenes escasos recursos en la gestión de becas de estudios en dicha universidad, lo cual hoy muchas familias de las diferentes comunidades de Santiago agradecen.

Es mucho lo que se puede decir del Padre Eduardo: su compromiso social, su entrega por los más vulnerables, su labor evangelizadora, su amor por los jóvenes, su trabajo docente y su producción intelectual. La labor intensa que marcó su misión pastoral dejó una honda huella no solo en Santiago, sino también en el país. Ese es legado que nos permite ver al Eduardo como lo que fue: un misionero al servicio de la Iglesia, del país y de su comunidad.

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